Hacerse una paja. Llevaba días escuchando aquella frase entre los chicos más mayores del colegio, con los que compartía cada martes las estrecheces del vestuario de la piscina de la Salle Bonanova, que utilizábamos de “prestado”. Era una de las características de aquella pequeña escuela privada, catalanista y demasiado “cumba”, donde no llegábamos a quince por clase y el control de los profesores sobre cualquiera de nuestros movimientos, gestos, opiniones, era asfixiante. Tan pocos éramos que compartíamos actividades deportivas con los alumnos de otros cursos y jugábamos a la hora del recreo todos mezclados en un pequeño patio, con dos árboles y ninguna portería de fútbol, que daba a la residencia del cónsul de Estados Unidos al pie del Tibidabo, siempre tan vacía y silenciosa.
Al principio, cuando oía aquellas menciones a “la paja”, recordaba los pajares que pisaba los veranos en el pueblo del pirineo con mis abuelos, donde me gustaba revolcarme y recrearme en ese olor tan ajeno a la falange metropolitana, pero las expresiones entre gamberras y picaras que ofrecían los rostros de esos chicos de trece años cada vez que hablaban de “las pajas” me hizo sospechar, enseguida, que había algo más, que me estaba perdiendo alguna cosa importante. Me puse en estado de alerta.
La curiosidad sobre “la paja” quedó larvada en mi. No tardé en atar cabos ese mismo verano, en un campamento de baloncesto que dirigía el por entonces entrenador del Baça, Aíto García Reneses, del que recuerdo que llegaba cada mañana con un rampante Volvo negro, y al que acudían chavales de toda España y un grupo de chicos de la cantera del Scavolini de Pésaro, entonces uno de los equipos punteros en Europa. Los italianos no tardaron en hacerse los amos del campamento: guapos, bien peinados, altos, más fuertes, mejores jugadores que la mayoría y con sus camisetas rojas y blancas del Scavolini que lucían la publicidad de una marca de pasta, nos impresionaban a todos, conscientes de que a su lado parecíamos unos pipiolos.
La actitud de los italianos tenía algo de camaradas en tierra hostil, de vitelonis en viaje de fin de curso, y como un grupo unido y sutilmente pendenciero se comportaban, dedicándose esas dos semanas en el Montseny a gastarnos bromas y a demostrar lo muy hombres que eran: fumaban con naturalidad y bebían cerveza a escondidas de los monitores; explicaban sus aventuras con las chichas, vacilaban con cierto desde al que se cruzara por su camino y en la cancha de juego apalizaban a todos su rivales casi sin despeinarse, como sucedía con su selección y equipos cuando jugaban contra los españoles en competiciones internacionales. Faltaban todavía unos años para la ÑBA y pasar factura por el desencanto acumulado.
Yo seguía con veneración las andanzas de aquellos jugadores italianos y junto a un chico gallego, del que me impresionó su dulce forma de hablar y la mirada lánguida del que acepta su condición de perdedor desde la cuna, trataba de sentarme cerca del la mesa del comedor ocupada por la tropa transalpina, con la esperanza de llegar a a entender algo de lo que allí se explicaban entre risotadas y gestos de clan.
Poco podía imaginar que mi interés por esos chicos de flequillo rebelde y gafas de sol de retro me descubrirían que “la paja” no tenía nada que ver con el pajar, las gallinas y el corral de los veranos felices.
Tuve no obstante que esperar hasta la última noche de nuestra estancia en el campamento, con la excitación por el fin de una aventura y el regreso al hogar ya añorado. Uno de los italianos irrumpió de madrugada en nuestra habitación blandiendo una suerte de globo lleno de leche y a gritos en un español imposible preguntó quién había sido el “stronzo” que se había masturbado en la ducha y había dejado el condón tirado en el suelo. Todos nos quedamos parados, con cara de no entender casi nada. Al ver aquella muestra de candidez, éramos más que nada niños de papa lejos de casa, el baloncestista italiano comprendió que esa broma no servía con nosotros y sin ocultar su decepción desapareció veloz en busca de víctimas más propicias.
La inesperada aparición despertó numerosos comentarios en la habitación sobre las intenciones del italiano con el globo de leche. La mayoría, tan ingenuos como equivocados y que irritaron a Jorge, el mayor de todos nosotros, un chico de pueblo, alto, torpón y que cada mañana veíamos afeitar cuidadosamente un bigotillo que me producía especial asco. “¡Callad, imbéciles!, no era un globo, era un condón donde se mete el semen del pito, de cuando te haces una paja”, nos gritó con gran desprecio, mostrando que era un hombre mundo.
Un silencio se apoderó de la habitación con literas, y enseguida todo el mundo otro por dormir menos yo, excitado con mi descubrimiento. Claro, el pito, pensé yo mientras sonreía para mis adentros, en los estertores de un campus que no ayudó a mejor mi técnica de tiro, más bien borró cualquier sueño de lucir un día la camiseta de los Pistons, pero consiguió algo más importante: comprendí que hacerse una paja tenía que ver con tocarse el pito.
Guarde esa información como el más preciado de los secretos el resto del verano, hasta que en septiembre, ya de vuelta al colegio privado, catalanista y demasiado cumba, aproveché la primera visita al vestuario de la La Salle para pavonearme delante de los compañeros con las aventuras del campus García Reneses, un lugar donde, expliqué, todos nos “hacíamos pajas por la noches” y nos enzarzábamos en batallas de condones. Cuanto disfruté recreándome en esas historias por supuesto inventadas. Por su puesto, durante un tiempo me gané el respeto y la admiración del resto de alumnos, sobre todo de los cursos superiores, y decidimos que Gerard, cuya madre regentaba una farmacia en Sarriá que les , se hiciera con un paquete de condones y empezar nuestra propia batalla.
Fueron unos días felices. Por fin era alguien en aquella escuela, dejando atrás mi condición de come mocos, e incluso los más mayores me incluyeron en su círculo de trapicheos, llegando a mis manos la Interviu que desnudaba a Marta Sánchez, aquella Marilyn entre cañí y modernica de la que apenas habías escuchado un par de canciones, revista que guardé bajo el colchón durante años, junto a las de Samantha Fox y Sabrina Salerono, y que nunca devolví a Juanjo, un pelirrojo pecoso y de melena abierta que le caía por los lados.
Aquellos planes y mis confesiones veraniegas no tardaron en llegar los oídos de la dirección del colegio, siempre atenta a cualquier señal de heterodoxia, que delegó en un profesor de ciencias naturales, con kilos de caspa sobre sus espaldas y tendencia a imitar a cantautores catalanes que ya entonces me parecían algo tronados, que hablara discretamente conmigo y comprobara si era un obseso sexual en potencia. Mis respuestas fueron tan cándidas que enseguida comprendió que no tenía ni idea del peso de la paja y me envió a casa, sin avisar a mis padres, pero no sin antes pedirme que no volviera a hablar de aquella “guarrada italiana”.
El profesor tuvo un buen ojo relativo. En efecto yo todavía no era un obseso sexual, sólo un preadolescente confundido con ganas de convertirme rápido en un hombre. Faltaban pocos meses para que el chorro de la ducha de casa me produjera una mezcla de dolor repentino y gusto desconocido, eso que llaman placer, y que la paja, la célebre paja, se convirtiera en la compañera más fiel durante los años de soledad, rabia y sentimiento de culpa. Hasta que llovió champan del cielo.
Archivado en: Diarios, Relato, Sin categoría Tagged: Adolescencia, barcelona, escuela, juventud, microrelato, paja, piscina, relato, sexo