Durante años siguió el camino que todos seguían,
sin preguntarse por qué los que avanzaban delante se iban convirtiendo en estatuas de bronce a cada paso,
al mismo tiempo que disminuía su estatura,
como si el peso de la Historia tirara de ellos hacia abajo,
los empequeñeciera ...
Un día, al llegar a una encrucijada,
se dio cuenta de que ya no entendía la lengua de los hombres,
sus indicaciones se había vuelto incomprensibles,
del todo inútiles para saber qué camino debía de elegir.
Fue allí, en aquel cruce, donde comprendió que
a donde no llegara con su inteligencia,
llegaría con la intuición.
Y siguió adelante.
Primero decidió seguir el camino de los árboles.
De niño, antes de que le llevaran a la escuela,
había conocido el lenguaje de los bosques.
Pero, ahora comprobaba, lo devastadora
que había sido la educación a la que los hombres le habían sometido:
ya no sabía interpretar bien las ramas
y confundía unas hojas con otras cuando éstas caían.
Los árboles, tan poco se fiaban de él,
pero no se vengaron por todas las hachas.
Fue entonces cuando reconoció el sonido,
al principio muy tenue, como un hilo.
Seguro del sentido, corrió, con los ojos cerrados,
fiándose tan sólo de su oído.
Corrió, hasta que dio con lo que buscaba:
el camino del agua.
Se desprendió de todas sus ropas
y de las pocas pertenencias que aún lleva consigo.
Y libre ya de todo, sin miedo, seguro de sí mismo,
se zambulló en el río.
El mar le esperaba.