Al llegar a su habitación vi aquel mural que rellenaba la pared enfrente de la cama. La imagen de un pavo real enorme con su cabeza dorada, su mirada profunda y su cola abierta, con cientos de ocelos, como ojos, observando cómo lamíamos nuestra carne, cómo nos exprimíamos la dermis, hasta secarnos la sal de cada poro.
[ La conocí en un bar, muy cerca del centro, donde el suelo todavía es capaz de guardarnos sorpresas y secretos entre su adoquinado. Casi sin hablar, como una señal, nos miramos, y supe que tenía que salir. Subimos las escaleras que conducían a la catedral. Su piel tan suave, el olor a salitre, las vidrieras, su boca acercándose a mi cuello, acercándose, cercándome acercándose.]
Me dijo –Me llamo Crista, viviré más de cien años, y tú te quedarás conmigo-
Cuando se colocaba de rodillas encima de la cama parecía que la cola abierta formase parte de su cuerpo, incluso su pecho comenzaba a reflejar una especie de plumaje azul intenso, con destellos alrededor de su cuello.
Sonaba Rodríguez, sonaba Lou Reed, sonaba McEnroe, pero sonase lo que sonase, parecía que los gemidos se reproducían al otro lado del tabique y los ocelos de la cola comenzaban a dar muestras de humanidad. Unos pestañeaban, otros transmitían excitación, deseo, terror angustia morbo, toda una carta de gestos entre las plumas del mural. Cuanto más se mecía sobre mi cuerpo, cuanto más fuerte se clavaba, más cerca veía esa cantidad de ojos. Más cerca, más cerca más cerca, la pared comenzaba a volverse esférica, más cerca, las plumas creaban un dosel, más cerca, que eclipsaba por completo la cama.
Después el estertor, el gemido, el grito, la rigidez y la sequedad en los ojos. El rostro de yeso, el rostro de pluma, pintado, el rostro.
De pronto, frente a mí, mi cuerpo tendido sobre la cama, desnudo, inerte, inalcanzable ya. Mi ser, mi conciencia emparedada, y ella majestuosamente bella, mirando fijamente en la pared, a mis ojos, acariciando aún desnuda toda mi anatomía, decía:
-Te quedarás conmigo-.