"Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros" (Groucho Marx)
Cuando el jefe llamó a Cándido al despacho por segunda vez aquella mañana, pensó que era para despedirlo. Cándido tenía un problema de autoestima por el que era incapaz de decir que no a las peticiones de la gente.
—Cándido, ¿puedes volver a hacer estos informes para asegurarnos que son correctos?
—¿Puedes hacer mi parte de la faena para poder ser puntual en mi cita de esta tarde?
—¿Puedes ir a buscar a mi abuela al hospital y llevarla a casa?
—¿Puedes prestarme dinero para putas?
—¿Puedes dar la cara por mí?
—¿Puedes hacer todo lo que yo te pida?
Cándido decía que sí de forma sistemática por un arraigado miedo al rechazo que arrastraba desde la infancia. Después, en privado, criticaba despiadadamente a todos los que le pedían cosas por aprovecharse de su bondad de forma tan descarada. «No se le puede echar tanto morro a la vida», pensaba. El mundo, según lo entendía Cándido, era un agujero hostil lleno de aprovechados. Un nido de ratas ególatras. Una colmena de inútiles que solo pensaban en su propio beneficio. Eso incluía a sus amigos. A su exmujer. A sus hijos. A sus compañeros de trabajo. Y, especialmente, a su jefe.
La primera vez que le llamó al despacho aquella mañana, sabía que era para pedirle algún tipo de favor.
«Yo no soy como ellos», pensaba Cándido. «Por eso, siempre me llama a mí».
Era un miércoles a las once menos cuarto. A Cándido le gustaban los miércoles porque sentía el fin de semana más cerca, aunque prefería los jueves y los viernes. Llevaba un traje gris y una corbata roja, como todos los miércoles que no estuviera nublado. Antes de separarse, su mujer elegía la ropa por él. Lo hacía por su bien, para que no fuera de cualquier manera. Pero, desde que ella decidió marcharse llevándose el coche y los niños, Cándido había establecido un patrón de vestuario. Cada traje correspondía a un día de la semana y solamente tenía como variables el sol y la lluvia, el frío y el calor.
—Necesito pedirte un favor —empezó su jefe.
Cándido llevaba haciendo favores a la empresa desde que le habían contratado, esperando una subida de sueldo que nunca llegaba.
—Necesito que a partir de ahora trabajes dos horas más todas las tardes.
Su empresa se dedicaba a vender material de oficina. No tenía taller. Era una especie de intermediaria entre los fabricantes y el comprador final. Desde que había empezado la crisis, habían bajado mucho los beneficios y su jefe había empezado a pedir cada vez más cosas.
—¿Puedes venir a trabajar este domingo?
—¿Puedes ir a cenar con el cliente de Logroño que esta semana está en Barcelona y tratar de convencerle de que nos haga más encargos?
—¿Puedes intentar ser el doble de productivo en la mitad de tiempo?
Con la amenaza de un posibles expediente de regulación de empleo, cada vez les exigían más.
Cándido pensaba en su exmujer y en sus dos hijos. O, mejor dicho, en la pensión que les pasaba cada mes. Y en la hipoteca que, de un tiempo a esta parte, estaba pagando él solo.
—Solo será una temporada, hasta que las cosas mejoren —continuó su jefe.
Cándido empezó a sudar.
—Pero, ¿me pagaréis las horas extras? —preguntó.
—No, Cándido, lo siento pero no te las podemos pagar. Ya sabes que estamos muy mal. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos.
—Disculpa —dijo Cándido poniéndose en pie—, pero tengo que decirte que no. No pienso trabajar gratis.
Su corazón iba a cien por hora. Era la primera vez en su vida que hacía una cosa así. Se dio la vuelta y salió del despacho huyendo de la situación que había provocado. Le temblaban las manos. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso?
Durante la siguiente media hora, pensó en volver y pedir disculpas. En aceptar antes de que fuera demasiado tarde. Temió por las consecuencias. Pero el volumen de trabajo que tenía le impidió tomar una decisión definitiva.
Al cabo de una hora, su jefe le volvió a llamar al despacho. Cándido estaba blanco. Su corazón bombeaba con fuerza pero su sangre no iba para ningún lado.
—Siéntate —le dijo.
Notó un escalofrío en la sien.
—Disculpa mi actitud de antes —dijo Cándido—, pero es que no estoy pasando una buena época.
—Lo sé, Cándido. No te preocupes. Lo he estado pensando y creo que podemos encontrar una solución que nos beneficie a todos.
Cándido sacó un pañuelo blanco y se secó el sudor de detrás del cuello.
—¿Qué te parece si te pagamos la mitad de las horas y el resto las acumulas como horas de compensación? Así puedes pedirte días libres si lo necesitas más adelante.
Cándido dejó de temblar. Empezó a sentirse poderoso.
—No, no —se atrevió a decir—, escucha. Quiero que me paguéis todas las horas y, además, quiero seguir saliendo los viernes a mi hora habitual.
Su jefe tenía una mirada temblorosa, algo que Cándido nunca había observado. Aunque una parte de él ya se estaba arrepintiendo de todo aquello.
—Me lo estás poniendo difícil —dijo, acariciándose la barbilla.
—Lo siento, pero esas son mis condiciones.
Su jefe levantó una hoja de papel de encima de la mesa para leer unos garabatos que había escritos debajo. Cándido pudo intuir unos números, como si su jefe hubiera estado haciendo cálculos.
—Podría aceptar tus condiciones —dijo—, pero no podemos pagártelas como horas extras.
Las horas extras tenían un recargo del 25% sobre el valor ordinario, según convenio.
—Te las pagaremos como horas normales —continuó—. Y va a tener que ser en B y no cada mes, sino cuando podamos.
Aquello para Cándido sonaba bastante bien.
—De acuerdo —dijo.
Y estrechó la mano de su jefe.
Salió del despacho pisando con la fuerza de un emperador. Miraba el mundo como si hubiera salido el sol de pronto. No había aceptado lo que su jefe le había pedido: había dicho que no. Había puesto condiciones y se las habían aceptado. Cándido sintió que empezaba una nueva etapa. No pensó en que le iban a pagar menos de lo que legalmente le correspondía. No pensó que aquello en realidad era injusto. Para él, era el logro de su vida. No se daba cuenta que su pequeño triunfo era en realidad una derrota de la historia.
—Cándido, ¿puedes volver a hacer estos informes para asegurarnos que son correctos?
—¿Puedes hacer mi parte de la faena para poder ser puntual en mi cita de esta tarde?
—¿Puedes ir a buscar a mi abuela al hospital y llevarla a casa?
—¿Puedes prestarme dinero para putas?
—¿Puedes dar la cara por mí?
—¿Puedes hacer todo lo que yo te pida?
Cándido decía que sí de forma sistemática por un arraigado miedo al rechazo que arrastraba desde la infancia. Después, en privado, criticaba despiadadamente a todos los que le pedían cosas por aprovecharse de su bondad de forma tan descarada. «No se le puede echar tanto morro a la vida», pensaba. El mundo, según lo entendía Cándido, era un agujero hostil lleno de aprovechados. Un nido de ratas ególatras. Una colmena de inútiles que solo pensaban en su propio beneficio. Eso incluía a sus amigos. A su exmujer. A sus hijos. A sus compañeros de trabajo. Y, especialmente, a su jefe.
La primera vez que le llamó al despacho aquella mañana, sabía que era para pedirle algún tipo de favor.
«Yo no soy como ellos», pensaba Cándido. «Por eso, siempre me llama a mí».
Era un miércoles a las once menos cuarto. A Cándido le gustaban los miércoles porque sentía el fin de semana más cerca, aunque prefería los jueves y los viernes. Llevaba un traje gris y una corbata roja, como todos los miércoles que no estuviera nublado. Antes de separarse, su mujer elegía la ropa por él. Lo hacía por su bien, para que no fuera de cualquier manera. Pero, desde que ella decidió marcharse llevándose el coche y los niños, Cándido había establecido un patrón de vestuario. Cada traje correspondía a un día de la semana y solamente tenía como variables el sol y la lluvia, el frío y el calor.
—Necesito pedirte un favor —empezó su jefe.
Cándido llevaba haciendo favores a la empresa desde que le habían contratado, esperando una subida de sueldo que nunca llegaba.
—Necesito que a partir de ahora trabajes dos horas más todas las tardes.
Su empresa se dedicaba a vender material de oficina. No tenía taller. Era una especie de intermediaria entre los fabricantes y el comprador final. Desde que había empezado la crisis, habían bajado mucho los beneficios y su jefe había empezado a pedir cada vez más cosas.
—¿Puedes venir a trabajar este domingo?
—¿Puedes ir a cenar con el cliente de Logroño que esta semana está en Barcelona y tratar de convencerle de que nos haga más encargos?
—¿Puedes intentar ser el doble de productivo en la mitad de tiempo?
Con la amenaza de un posibles expediente de regulación de empleo, cada vez les exigían más.
Cándido pensaba en su exmujer y en sus dos hijos. O, mejor dicho, en la pensión que les pasaba cada mes. Y en la hipoteca que, de un tiempo a esta parte, estaba pagando él solo.
—Solo será una temporada, hasta que las cosas mejoren —continuó su jefe.
Cándido empezó a sudar.
—Pero, ¿me pagaréis las horas extras? —preguntó.
—No, Cándido, lo siento pero no te las podemos pagar. Ya sabes que estamos muy mal. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos.
—Disculpa —dijo Cándido poniéndose en pie—, pero tengo que decirte que no. No pienso trabajar gratis.
Su corazón iba a cien por hora. Era la primera vez en su vida que hacía una cosa así. Se dio la vuelta y salió del despacho huyendo de la situación que había provocado. Le temblaban las manos. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso?
Durante la siguiente media hora, pensó en volver y pedir disculpas. En aceptar antes de que fuera demasiado tarde. Temió por las consecuencias. Pero el volumen de trabajo que tenía le impidió tomar una decisión definitiva.
Al cabo de una hora, su jefe le volvió a llamar al despacho. Cándido estaba blanco. Su corazón bombeaba con fuerza pero su sangre no iba para ningún lado.
—Siéntate —le dijo.
Notó un escalofrío en la sien.
—Disculpa mi actitud de antes —dijo Cándido—, pero es que no estoy pasando una buena época.
—Lo sé, Cándido. No te preocupes. Lo he estado pensando y creo que podemos encontrar una solución que nos beneficie a todos.
Cándido sacó un pañuelo blanco y se secó el sudor de detrás del cuello.
—¿Qué te parece si te pagamos la mitad de las horas y el resto las acumulas como horas de compensación? Así puedes pedirte días libres si lo necesitas más adelante.
Cándido dejó de temblar. Empezó a sentirse poderoso.
—No, no —se atrevió a decir—, escucha. Quiero que me paguéis todas las horas y, además, quiero seguir saliendo los viernes a mi hora habitual.
Su jefe tenía una mirada temblorosa, algo que Cándido nunca había observado. Aunque una parte de él ya se estaba arrepintiendo de todo aquello.
—Me lo estás poniendo difícil —dijo, acariciándose la barbilla.
—Lo siento, pero esas son mis condiciones.
Su jefe levantó una hoja de papel de encima de la mesa para leer unos garabatos que había escritos debajo. Cándido pudo intuir unos números, como si su jefe hubiera estado haciendo cálculos.
—Podría aceptar tus condiciones —dijo—, pero no podemos pagártelas como horas extras.
Las horas extras tenían un recargo del 25% sobre el valor ordinario, según convenio.
—Te las pagaremos como horas normales —continuó—. Y va a tener que ser en B y no cada mes, sino cuando podamos.
Aquello para Cándido sonaba bastante bien.
—De acuerdo —dijo.
Y estrechó la mano de su jefe.
Salió del despacho pisando con la fuerza de un emperador. Miraba el mundo como si hubiera salido el sol de pronto. No había aceptado lo que su jefe le había pedido: había dicho que no. Había puesto condiciones y se las habían aceptado. Cándido sintió que empezaba una nueva etapa. No pensó en que le iban a pagar menos de lo que legalmente le correspondía. No pensó que aquello en realidad era injusto. Para él, era el logro de su vida. No se daba cuenta que su pequeño triunfo era en realidad una derrota de la historia.