Hace diez, doce años, cuando yo tenía diez, doce años menos, la mayoría de mis amigos y conocidos estaban enfrascados en sus carreras, algunos ya las estaban terminando, a otros les quedaban todavía un par de años pero se les veía bien, contentos con la decisión que habían tomado al salir del instituto. Yo acabada de dejar mi segunda carrera, o estaba a punto de hacerlo, cogía el autobús por las mañanas para ir a la facultad y me bajaba en una parada al azar y comenzaba mi vagabundeo. Muchas veces no tenía muy claro dónde estaba hasta que cruzaba alguna esquina o veía alguna tienda que me sonaba del recorrido del autobús. Caminaba sin rumbo por calles y barrios y me iba orientando para llegar al centro. Cuando abrían las librerías entraba y hojeaba libros durante horas. Siempre tuve la tentación de robar alguno, por el simple placer de hacerlo, pero me daba pudor. Imaginaba que al salir saltaban los chivatos y toda la clientela me miraba con reproche. Me hubiera muerto de la vergüenza. Al final los compraba. Había días que compraba tres o cuatro, uno en cada tienda, FNAC, Casa del Libro, Machado, alguno de segunda mano en alguna librería de lance. Entre los centenares de libros que compré, y leí (aunque no todos), en aquella época, apareció Vila-Matas. No sabría decir cómo llegué a él ni qué título fue el primero (muy probablemente sería Bartleby y compañía), pero recuerdo que me acompañó durante muchos años. Cambió la idea que yo tenía de literatura, de cómo era eso de escribir. Mezclaba narración autobiográfica, ensayo, memorias, ficción, y nombres, muchos nombres. Gracias a Vila-Matas descubrí a Emmanuel Bove, cuyo Mis amigos me acompañó en un viaje de autobús hasta un pueblo de la Mancha donde trabajaba mi novia de entonces como guía turístico y administrativa en un pequeño pueblo de Segovia. Cuando ella se iba, yo me quedaba en aquella casa de dos plantas, de madera, leyendo en la mesa del comedor, levantando la vista de vez en cuando para mirar a través de la ventana el río que pasaba al lado de casa. También me descubrió a otros autores, como Gombrowicz o Larkin, pero sin duda fue el descubrimiento de la figura de Robert Walser lo que más impacto me supuso en aquellos años de desequilibrio emocional. No era tan sencillo encontrar el Jakob von Gunten, y cuando me hice con él lo leí maravillado. Otro autor diferente, tan apegado a la literatura para comprender la vida. Tan ligado a la vida, que tuvo que salir de ella. Ya saben, Herisau, mañana de Navidad, nieve, y el resto. Walser aparece muerto. Después llegó La habitación del poeta, Historias de amor, La rosa.
Paralelo a los descubrimientos vilamatianos, continué leyendo la obra del inclasificable autor catalán, ¿o era francés? ¿Quizá argentino? Era Vila-Matas y con eso vale para definirlo. Estoy prácticamente convencido que es el autor del que más libros he leído. En mi casa habrá diez o doce libros en cuyas portadas aparece su nombre. Y lo bueno es que aún me queda más de la mitad de su obra por leer. Reconozco que me empaché con su universo y decidí darme un respiro y no leerlo tan seguido, pero Vila-Matas fue una especie de mentor sin él saberlo en aquellos turbulentos años de mi primera juventud. Este Fuera de aquí trascribe las conversaciones mantenidas vía email con su traductor francés André Gabastou. Cada epígrafe del libro se corresponde, en su mayoría, con uno de los títulos de su obra que Vila-Matas desgrana con su habitual estilo, engañando diciendo la verdad, tomando frases de otros que tampoco las dijeron e inventando su propia biografía. Sería bonito leer cada capítulo a la vez que lees el libro del que están hablando. Sería bonito que le dieran el Nobel.