Aleksandar Hemon, nacido en Sarajevo y residente en Chicago, es uno de los escritores más interesantes y originales de los últimos años. Emplazo al lector, por ejemplo, a su libro de relatos La cuestión de Bruno (en Anagrama) o a Amor y obstáculos (en Duomo).
El libro de mis vidas es un volumen de memorias en el que el autor nos va desvelando su periplo por el mundo: su vida en Sarajevo, la irrupción de la guerra, la emigración, el nuevo destino en Estados Unidos, su llegada a Chicago, sus amores, sus empleos, la complejidad de ser alguien que deja una tierra para instalarse en otra sin saber con certeza a qué región pertenece (o si pertenece a ambas). Todo emigrante termina asumiendo varias vidas, varios roles, varias identidades… La persona que se fue no es ya la misma que ahora vive en otro país y tiene otro empleo y nuevos amigos: no lo es, no puede serlo. Y eso se refleja perfectamente en la obra de Hemon, quien además logra un gran equilibrio entre el humor y la tragedia (el último capítulo, en este sentido, nos deja molidos porque cuenta cómo su hija Isabel, a los 9 meses de edad, enfermó de cáncer y murió poco después; capítulo que podemos emparentar con La hora violeta, el testimonio de Sergio del Molino publicado en Mondadori).
En la web de Enrique Vila-Matas se puede leer un capítulo del libro, y otro en la web de la editorial. Yo os copio aquí algunos de los mejores extractos:
Tiempo después aprendí que no es necesario conocer todos los rincones de una ciudad para sentirnos poseedores de la misma, pero en aquella oficina del centro de Chicago me aterrorizó pensar que había partes de Sarajevo que no conocía y que probablemente no conocería nunca, pues se habían desintegrado ya, como un escenario de cartón, bajo la lluvia de bombas. Si mi espíritu y mi ciudad eran lo mismo, entonces estaba perdiendo espíritu. Convertir Chicago en espacio personal mío no sólo pasó a ser metafísicamente esencial, sino también psiquiátricamente urgente.
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Proyectarse hasta el extremo de que todo hable de uno es, obviamente, una forma halagüeña de compadecerse (como si hubiera otras formas) a la que yo siempre había sido propenso.
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Lo bueno de tocar fondo es que a partir de entonces sólo puedes ir hacia arriba.
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He acabado por creer que hay un mecanismo psicológico que nos impide a la mayoría imaginar el momento de nuestra propia muerte. Pues si fuera posible imaginar el instante de pasar de la conciencia del yo a la inexistencia, con todo el terror inherente y la humillación que representa la impotencia absoluta, sería muy difícil vivir, dado que sería insoportablemente evidente que la muerte está inscrita en todo lo que constituye la vida, que todos los momentos de nuestra existencia distan un simple soplo de ser el último. Vivimos continuamente destrozados por la magnitud de ese momento ineludible, por eso nuestra mente, llena de sabiduría, se niega a tenerlo en cuenta. No obstante, conforme maduramos y nos volvemos conscientes de nuestra condición mortal, hundimos con cautela en el vacío los dedos de los pies, estremecidos de horror, con la esperanza de que nuestra conciencia se relejará de un modo u otro al sumergirse en la agonía, de que Dios o cualquier otro opiáceo tranquilizante estará al alcance de nuestra mano mientras nos adentramos poco a poco en la oscuridad del no ser.
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Mientras oía a Ella dar vueltas y revueltas a las aventuras de Mingus, comprendí que la necesidad de contar historias estaba profundamente arraigada en nosotros e inseparablemente engranada con los mecanismos que generan y absorben lenguaje. La imaginación narrativa, y en consecuencia la ficción, es una herramienta evolutiva básica para la supervivencia. Procesamos el mundo contando historias y producimos conocimiento humano con nuestro compromiso con los yoes que imaginamos.
[Duomo Ediciones. Traducción de Antonio-Prometeo Moya]