Atardece entre las matas y la piel oxidada de un moribundo pueblo del medio oeste estadounidense. La exigua población que sobrevivió a la debacle industrial de la minería consume el tedio de sus días en la barra de una cantina o al pie de la carretera, clavando su vista, abstraída, en el celaje que se desangra derramándose por los afilados picos de Rock Creek. El tiempo se detuvo y cayó dentro de alguna de aquellas heridas abiertas en la tierra. El tiempo se precipitó hasta atragantarse de tierra seca y hollín. No existe un naufragio más cruel que el de aquellos hombres que quedaron varados en tierra firme con los bolsillos llenos de itinerarios que no saben leer y deambulan, deambulan edificando un puñado de nada, allí donde, hasta los dioses más diminutos, renunciaron a vender sus espejimos más baratos.
El silencio se busca a sí mismo entre tanta desolación y la calma, tan insidiosa, solo es rota por el ruido que hace al caminar un muchacho de ciudad arrastrando un viejo equipo fotográfico.Una cámara analógica de gran formato -únicamente puedes atrapar algunos lugares si el equipo que utilizas es tan obsoleto como el ambiente-. Bryan Schutmaat (Houston,1983) parece sacado de uno de aquellos relatos de Sherwood Anderson donde los personajes, ahítos de inmovilidad, se lanzan a los caminos y atraviesan bosques pacientes, valles sepultados bajo los escombros de la luz y pueblos sin nombre y polvorientos que agonizan entre las fauces de una soledad enorme e inmisericorde.Y es allí donde se concentra el origen de la vida en toda su brutalidad parsimoniosa.
Fue el libro de un poeta - siempre hay un poeta que se interpone entre la realidad y tú -, que golpeó su vientre y le empujó a lanzarse a las poblaciones de Philipsburg y fotografiar, a modo de fotoensayo, todo aquello que encontrase en aquellos parajes baldíos.
El poemario era "Degrees of Gray in Philipsburg" de un poeta casi inédito en español: Richard Hugo (1923–1982). El poeta se pregunta qué es la vida mientras observa una ciudad moribunda y escucha los sones que entona el infortunio en los ojos de los hombres que han respirado la muerte mineral de la tierra.
El poeta murió antes de que naciese el fotógrafo pero no así la historia, minúscula,de la tragedia que se enreda en los caminos de aquellos villorrios.
Un coche, una cámara, un libro de poemas y una retina clara y rugiente de poderosa voluntad, no hacía falta nada más para retratar la desolación de los hombres varados en pueblos mineros, la quemadura de la vida en las personas que parecen apagarse como se apaga el dolor en las salas de espera cuando el amanecer lame las ventanas.
Profundos ojos encanecidos que observan en el vacío la arquitectura de una tristeza que nadie más percibe.
Un hombre azulado, como su barba, que mira al objetivo sin apartar su mano nudosa de un vaso de cerveza en una barra vacía. Un Medio Oeste que arde en los mapas de América con un coche destartalado que se ha colado en una esquina del encuadre. Un anciano arropado,en su sillón, ojos inciertos y uno no sabe de qué clase de frío se intenta cubrir, si del urgente frío del atardecer o de un fatigado frío, altísimo, que nace de las propias entrañas. La serie de fotografías se extiende sobre un tapete de desolación. Seres deteriorados que parecen olvidados por el tiempo, como si ya no estuviesen pero permaneciesen cautivos en las desiertas imágenes de las cosas que miran. Rostros arrugados como camas deshechas. Miradas levemente osadas que se niegan a perder las cenizas de su orgullo...
"Grays the Mountain Sends" es como bautizó Bryan Schutmaat a toda esa serie de negativos que penetraron en la tierra lacerada y en los rostros de todos aquellos que perdieron la apuesta en una partida que siempre, a lo largo de la historia, ha estado trucada.
Digamos que tu vida se vino abajo. Que te dieron el último beso
hace años. Puedes caminar por estas calles
trazadas por un loco, pasar por los hoteles
que ya cerraron, los bares que también, el torturado intento
de los conductores locales por acelerar sus vidas.
Sólo las iglesias se mantienen. La cárcel
cumplió 70 este año. El único preso
sigue encerrado sin saber lo que ha hecho.
El negocio de subsistencia ahora
es la furia. El odio a los distintos grises
que la montaña envía, el odio a la fábrica,
la repelencia a las monedas, a las chicas más deseadas
que cada año se largan de Butte. Un buen
restaurante y algunos bares no pueden combatir el aburrimiento.
El boom de 1907, con ocho minas de plata en funcionamiento,
una pista de baile construida de la nada,
todos los recuerdos se pierden en la mirada,
en la verde panorámica de alimento para el ganado,
en las dos chimeneas sobre la ciudad,
los dos hornos muertos, el colapso de la enorme factoría
hace ya cincuenta años, pero no se derrumba.
¿No es esto la vida? ¿Ese antiguo beso
todavía quemándote los ojos? ¿No es esta la derrota
tan precisa: la campana de la iglesia parece
un anuncio de llamada al que nadie responde?
¿No suenan las casas vacías? ¿Es el magnesio
y el desdén suficiente para mentener en pie a una ciudad,
no sólo Philipsburg, sino ciudades
de rubias imponentes, buen jazz y todo el alcohol
del mundo, que no serás capas de beber
porque el pueblo del que vienes se muere en tu interior?
Niégate. El viejo, veinte años
cuando se construyó la cárcel, todavía se ríe
aunque sus labios se colapsen. Algún día, bien pronto, dice, voy a dormir y no despertar.
Le dices que no, pero estás hablando contigo mismo.
El coche que te trajo aquí todavía funciona.
El dinero con el pagaste la comida,
no importa dónde lo extraigan, es de plata
y la chica que sirve los platos es delgada y su pelo ilumina la pared como una luz roja.
Fotografias : Bryan Schutmaat
Poema : Richard Hugo