El sueldo de una semana. Alfonso Vila Francés

Self portrait as pig. Melissa Cooke



Lo primero que vi de ella fue un vídeo  Estaba atada a un lavabo. Bueno, mejor sería decir esposada, eso es más exacto. Estaba de pie. Con una máscara de cerdo en la cara, una de esas máscaras que se venden en las tiendas de disfraces, con un hocico muy bien hecho, muy real. Estaba embarazada, de unos seis meses. Con una buena tripa. Sólo llevaba unas bragas blancas, normales. Toda la parte superior del cuerpo, desde las bragas hasta el cuello, estaba pintada con boli. Más que pintado: escrito, la panza de preñada, las tetas, los hombros, todo menos los brazos estaba lleno de frases y palabras, unas casi tapando las otras, de manera que resultaba difícil de leer. También habían usado diversos rotuladores (antes he dicho boli, no, realmente eran rotuladores, rotuladores de distinto color y de distinto tamaño). Me dio la impresión que cada uno de los amantes (de los dueños momentáneos que había tenido, sería mejor decir) había escrito en su cuerpo lo que había querido. Pero lo que ponía respondía a una única línea: insultos, casi todo lo que pude leer (la imagen del vídeo estaba bastante granulada) eran simples insultos, los típicos insultos que uno espera leer en estos casos: cerda, asquerosa, puta, guarra… todo eso.

Después de ese vídeo vi otros más. Mi contacto me aseguró que eran padre e hija. Concreté una cita y acudí al lugar, que era una pequeña casa de campo.

El padre, si realmente era el padre, me recibió con hostilidad. Sí. Hostilidad es una palabra un poco fuerte pero no puedo definir su comportamiento de otro modo. Lo primero que hizo fue pedirme el dinero. Luego lo contó varias veces y al mismo tiempo me recitó la lista de instrucciones. Cada instrucción era seguida por una mirada oscura, resentida, llena de desconfianza. “Nada de sangre. Si le haces una herida tendrás que pagarme el doble. Si le dejas una cicatriz te echo a patadas”. La lista era interminable. Sonreí con desagrado y él lo notó. Pero me ignoró por completo. No admitía preguntas, pero yo pregunté de todos modos:

–¿Puede hablar?

Se levantó de un salto y dejó la botella con fuerza, golpeando la mesa. Por un segundo pensé que nos íbamos a liar a hostias.

–¿No serás un puto periodista?

Le aguanté la mirada y eso lo tranquilizó.
Pero yo quería dejar las cosas claras.

–¿Tengo yo pinta de ser un puto periodista? Cuando enseño la polla me gusta que me digan que la tengo grande. Y cuando se la meto hasta el fondo me gusta que giman pidiendo más… ¿entendido?

No había más que añadir. Un breve gesto de desprecio y desapareció por la puerta. Al momento volvió con ella. Iba atada a una cuerda y la paseaba como a un perro. Ya no estaba preñada. Iba vestida. Un vestido sucio y viejo. No llevaba máscara. Tenía el pelo corto, despeinado, sucio, pegajoso. Miraba fijamente al suelo y esperaba pacientemente. Era una buena perra, una perra molida a palos.

–Puedes pasearla por fuera si quieres. Por la noche está muy oscuro y aquí nunca hay nadie. Puedes pasear sin miedo. Si quieres ir al establo también puedes. Si fuera verano te ofrecería el charco de lodo, pero ahora en invierno es imposible. Por la noche siempre se congela. No te vayas muy lejos de todos modos. Me gusta estar cerca por lo que pueda pasar…

Esta vez fui yo quien ignoró sus palabras.

La llevé a cuatro patas hasta la puerta, pero en el suelo de tierra le dije que podía levantarse. Ella no me miraba. Le cogí el cuello y le ordené que me mirara. Sus ojos oscilaban entre la tristeza y la indiferencia, pero no el miedo. Y la tristeza era una tristeza callada, tenue, una tristeza asumida y difusa. Aquello no le molestaba demasiado.

En el establo, junto al montón de paja, vi una cruz de madera, muy rústica, con grilletes y esposas. También había una mesa con distintos instrumentos y un colchón roído y sucio. Me incliné por el colchón. La coloqué a cuatro patas. Hice lo que tenía que hacer y me fui.

Antes de irme, cuando ya estaba en la puerta de la casa, le pregunté al padre si él no se follaba nunca a su hija.

Me hizo mucha gracia su respuesta: “¡Es mi hija! ¿Qué clase de pervertido crees que soy?”


Estuve pensando en esa respuesta durante todo el trayecto de vuelta. Pero cuando llegué a mi casa estaba de muy mala leche. No cené. Me fui directo al ordenador, conecté Internet  busqué un vídeo y me hice una paja. Me había gastado el sueldo de una semana y ni siquiera me había corrido.

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