Esperando a Tizón (y 2)
En uno de sus incesantes aforismos, sostuvo Valéry que la sintaxis es una facultad del alma. Eloy Tizón suscribe esta idea y, sobre todo, la ejerce. En su poética incluida en El arquero inmóvil, el autor señalaba la importancia de la voz como eje de la prosa. Sus cuentos no cuentan: cantan. No miran: parpadean. Voz, tacto y visión conforman la sinestesia subterránea que atraviesa toda su obra. En su centro parece despertar un personaje hablador que poco a poco absorbe la trama y captura al oyente. Antes de cumplir treinta, Tizón publicó un primer libro que se ha hecho legendario a costa de los siguientes. Se trata de un honor envenenado y de una sutil injusticia: su segundo libro de cuentos, Parpadeos, no tenía por ejemplo nada que envidiarle a Velocidad de los jardines, y sí quizás algunas cosas que enseñarle. Pero en Técnicas de iluminación, su sexto primer libro, el autor se supera y nos abruma de lenguaje, de cosquilla, de tristeza. Una tristeza rara, capaz de reírse de golpe, como una superviviente. O de bailar a ritmo de Walser, en un compás ternario de sujeto, verbo y revelación. Con esa convicción fanática de quien no quiere saber adónde va. Eloy Tizón camina, balbucea. Ser su contemporáneo es una suerte.