La primera vez que llevé a mi madre a una obra de Angélica Liddell fue a ver La casa de la fuerza. Cinco horas y pico en el Matadero de Madrid. Mi madre se subía por las paredes. Hubo un momento en que se puso a despotricar y pensé que la propia Angélica nos iba a oír, iba a parar la función e iba a subir hasta donde estábamos en el patio de butacas y nos iba a dar una paliza. Mi madre despotricaba pero no se iba. Cinco horas y pico. «Pero vete si no te gusta», le decía yo. Allí se quedó. Nada más salir me armó una bronca por haberle llevado a ver aquella cosa. Desde ese día, no se ha perdido ningún espectáculo de la Liddell.
Lo que le pasa a mi madre le pasa a mucha gente con la Liddell: despotrica, se revuelve, pero no se va, porque con la Liddell no se puede, te atrapa, te agarra y hace que te retuerzas pero no te suelta. Sale diciendo que no vuelve, pero vuelve y vuelve a volver. Eso en escena, donde hay texto pero hay también cuerpo y espacio y tiempo. Veamos qué pasa ahora con lo que escribe.
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