"Olvídalo, Jake. Es Chinatown". (Chinatown de Roman Polanski)
Hasta el día antes de marcharme de Nueva York, no entendí lo que, en realidad, esa ciudad significaba para mí. Goki había prometido llevarme a cenar a Chinatown. Yo ya no tenía muchas ganas de hacer nada. Lo había visto prácticamente todo. Pasé la tarde leyendo y escribiendo algunas notas tirado en el sofá. Hacía diez minutos que tenía puesta la MTV, cuando Goki entró en el piso, exhausto, cerrando la puerta de golpe. Me saludó con la mano. Se quitó los zapatos con desprecio y los lanzó a una esquina del salón. Se arrancó la corbata. La camisa. Yo le dije:
—Hola.
—No sabes la suerte que tienes de poder ir a tu oficina con camiseta y zapatillas —contestó.
—¿Suerte? Estás loco...
—¿Suerte? Estás loco...
Tiró su maletín negro sobre la barra de mármol de la cocina haciendo que varias naranjas rodaran hasta el suelo, y se metió en la ducha.
Goki trabajaba al sur de Manhattan, en el barrio financiero, en una empresa japonesa que hacía de intermediaria entre ambos países para canjear productos de stock. Odiaba su trabajo y lo decía abiertamente. Él hubiera querido ser arquitecto pero sus padres consideraron que estudiar Administración de Empresas tenía un mercado más amplio de ofertas de empleo.
—Tampoco es tan malo —matizaba a veces—. Lo horrible es esta corbata y estos zapatos de mierda.
Le envidiaba. Envidaba su piso de 3.500 dólares mensuales de alquiler (del cual la empresa se hacía cargo en un 80%). Nueva York. Su estilo de vida. Y no me importaba ver que no se sentía realizado porque, aunque yo fuera periodista, tampoco tenía trabajo de lo mío. De alguna manera, sentía que ya no importaba el talento, ni lo preparados que estuviéramos: al final, todos acabábamos vendiendo algo para alguien; solo que a unos le salía más a cuenta que a otros. Yo, además, en mi país, era un afortunado. Trágica ironía.
Mientras Goki se duchaba, recogí las naranjas del suelo que habían caído junto a mi maleta abierta. Mi ropa desperdigada adornaba las baldosas de color blanco brillante. Me había comprado dos camisetas Levis y dos pares de zapatillas. Las miré y me sentí un poco estúpido. Siempre había querido venir a esta ciudad pero, ¿por qué? ¿Para comprar ropa de marca? ¿Qué coño estaba buscando?
Todavía entraba algo de sol a aquella hora de la tarde por la ventana que daba al Empire State. Goki salió del baño con una toalla blanca rodeando su cintura.
—Escogiste el piso más caro que encontraste, ¿no? —le solté sin miramientos.
—No es cierto. Había pisos más caros que éste —contestó algo a la defensiva.
—Pero, ¿te dejaron elegir cualquier piso de Nueva York?
—Sí, aunque la empresa puso una cifra de alquiler límite...
—Un límite muy alto...
—Sí —dijo mientras se ponía un calzoncillo y una camiseta con los colores del arcoíris—. Vi unos 20 pisos distintos antes de quedarme con éste.
—¿Y por qué lo elegiste?
—Porque tenía lavadora.
2
Salimos a la calle y caminamos hasta el metro esquivando a la gente en las aceras. Después de una semana, había dejado de mirar al cielo como los demás. Incluso los turistas me molestaban. «Vamos, joder, solo es un puto edificio», pensaba.
Seguí ciegamente a Goki, como siempre, entre túneles, andenes y vagones de tren, hasta aparecer en algún lugar de Chinatown. Las calles olían a pescado. Era, con diferencia, el lugar más sucio de la ciudad. Los restaurantes tenían en sus escaparates peceras con animales submarinos de todo tipo. Algunos de colores insólitos. Otros verdaderamente repugnantes.
—¿La gente de verdad se come eso?
Yo nunca había estado en China pero aquel barrio increíblemente te hacia sentir allí. Miraba a aquellos escaparates con una fatigante sensación de irrealidad. Era el Chinatown más grande de todas las ciudades del mundo.
Pasamos por varias tiendas de conservas de aspecto siniestro. Giramos en una esquina y un hombre con delantal arrojó un cubo de agua a la calle desde la puerta trasera de una cocina. Olía a sopa. Miré a Goki que, de alguna forma, se sintió obligado a decir:
—Solo para que quedé claro, te recuerdo que yo soy japonés.
Aquello me hizo reír.
—¿No existe un Japantown en Nueva York?
—No. Es curioso. Tenemos de todo: Coreatown, Little Italy... pero Japón no tiene gueto. Tampoco es algo que necesite —dijo y entonces, se detuvo—. Aquí es.
Era una puerta de cristal con letras chinas y una escalera en su interior que llevaba hasta el primer piso. Yo jamás me habría atrevido a entrar a un sitio así. Ni siquiera me hubiera dado cuenta de que era un restaurante. Tenía más pinta de ser la consulta de un vidente.
Al llegar arriba, cruzamos una cortina roja y una mujer oriental nos ofreció asiento. El ambiente era tranquilo y lujoso. Yo era el único sin rasgos asiáticos de allí. Dejé que Goki pidiera por mí y hasta me atreví con los palillos.
—No sabes la suerte que tienes de vivir aquí —le dije a Goki.
—¿Suerte? Esta ciudad no es mejor ni peor que cualquier ciudad del mundo.
Pensé que no era capaz de apreciar lo que tenía. Y, entonces, dijo:
—Aprecia Barcelona. Es un lugar apasionante.
Desde la ventana, podía ver las casitas de dos plantas de Chinatown. Los letreros luminosos. Los farolillos. Los dragones de cartón.
—Este barrio parece de mentira —le dije a Goki.
—Todo Nueva York es de mentira —contestó.
Cuando terminamos de comer, la camarera que nos había atendido, con una amplia sonrisa, nos trajo un plato con galletas de la suerte.
—Coge una, no tengas miedo —me ofreció.
Levanté la mano derecha y sobrevolé aquellos postres mágicos durante unos segundos. Finalmente, escogí la que parecía un poco más pequeña que las demás. La aplasté y saqué el mensaje que tenía dentro escrito en un pequeño papel alargado:
«Jamás busques la respuesta en los lugares que no existen».
Y entonces me di cuenta.
Nueva York no existía más allá de lo que nosotros proyectábamos sobre ella.
LA MANZANA DE CRISTAL:
Butterflies & papagayos
Jet lag
Starbucks
Personajes
Let's go yankees
Six pack
—Tampoco es tan malo —matizaba a veces—. Lo horrible es esta corbata y estos zapatos de mierda.
Le envidiaba. Envidaba su piso de 3.500 dólares mensuales de alquiler (del cual la empresa se hacía cargo en un 80%). Nueva York. Su estilo de vida. Y no me importaba ver que no se sentía realizado porque, aunque yo fuera periodista, tampoco tenía trabajo de lo mío. De alguna manera, sentía que ya no importaba el talento, ni lo preparados que estuviéramos: al final, todos acabábamos vendiendo algo para alguien; solo que a unos le salía más a cuenta que a otros. Yo, además, en mi país, era un afortunado. Trágica ironía.
Mientras Goki se duchaba, recogí las naranjas del suelo que habían caído junto a mi maleta abierta. Mi ropa desperdigada adornaba las baldosas de color blanco brillante. Me había comprado dos camisetas Levis y dos pares de zapatillas. Las miré y me sentí un poco estúpido. Siempre había querido venir a esta ciudad pero, ¿por qué? ¿Para comprar ropa de marca? ¿Qué coño estaba buscando?
Todavía entraba algo de sol a aquella hora de la tarde por la ventana que daba al Empire State. Goki salió del baño con una toalla blanca rodeando su cintura.
—Escogiste el piso más caro que encontraste, ¿no? —le solté sin miramientos.
—No es cierto. Había pisos más caros que éste —contestó algo a la defensiva.
—Pero, ¿te dejaron elegir cualquier piso de Nueva York?
—Sí, aunque la empresa puso una cifra de alquiler límite...
—Un límite muy alto...
—Sí —dijo mientras se ponía un calzoncillo y una camiseta con los colores del arcoíris—. Vi unos 20 pisos distintos antes de quedarme con éste.
—¿Y por qué lo elegiste?
—Porque tenía lavadora.
2
Salimos a la calle y caminamos hasta el metro esquivando a la gente en las aceras. Después de una semana, había dejado de mirar al cielo como los demás. Incluso los turistas me molestaban. «Vamos, joder, solo es un puto edificio», pensaba.
Seguí ciegamente a Goki, como siempre, entre túneles, andenes y vagones de tren, hasta aparecer en algún lugar de Chinatown. Las calles olían a pescado. Era, con diferencia, el lugar más sucio de la ciudad. Los restaurantes tenían en sus escaparates peceras con animales submarinos de todo tipo. Algunos de colores insólitos. Otros verdaderamente repugnantes.
—¿La gente de verdad se come eso?
Yo nunca había estado en China pero aquel barrio increíblemente te hacia sentir allí. Miraba a aquellos escaparates con una fatigante sensación de irrealidad. Era el Chinatown más grande de todas las ciudades del mundo.
Pasamos por varias tiendas de conservas de aspecto siniestro. Giramos en una esquina y un hombre con delantal arrojó un cubo de agua a la calle desde la puerta trasera de una cocina. Olía a sopa. Miré a Goki que, de alguna forma, se sintió obligado a decir:
—Solo para que quedé claro, te recuerdo que yo soy japonés.
Aquello me hizo reír.
—¿No existe un Japantown en Nueva York?
—No. Es curioso. Tenemos de todo: Coreatown, Little Italy... pero Japón no tiene gueto. Tampoco es algo que necesite —dijo y entonces, se detuvo—. Aquí es.
Era una puerta de cristal con letras chinas y una escalera en su interior que llevaba hasta el primer piso. Yo jamás me habría atrevido a entrar a un sitio así. Ni siquiera me hubiera dado cuenta de que era un restaurante. Tenía más pinta de ser la consulta de un vidente.
Al llegar arriba, cruzamos una cortina roja y una mujer oriental nos ofreció asiento. El ambiente era tranquilo y lujoso. Yo era el único sin rasgos asiáticos de allí. Dejé que Goki pidiera por mí y hasta me atreví con los palillos.
—No sabes la suerte que tienes de vivir aquí —le dije a Goki.
—¿Suerte? Esta ciudad no es mejor ni peor que cualquier ciudad del mundo.
Pensé que no era capaz de apreciar lo que tenía. Y, entonces, dijo:
—Aprecia Barcelona. Es un lugar apasionante.
Desde la ventana, podía ver las casitas de dos plantas de Chinatown. Los letreros luminosos. Los farolillos. Los dragones de cartón.
—Este barrio parece de mentira —le dije a Goki.
—Todo Nueva York es de mentira —contestó.
Cuando terminamos de comer, la camarera que nos había atendido, con una amplia sonrisa, nos trajo un plato con galletas de la suerte.
—Coge una, no tengas miedo —me ofreció.
Levanté la mano derecha y sobrevolé aquellos postres mágicos durante unos segundos. Finalmente, escogí la que parecía un poco más pequeña que las demás. La aplasté y saqué el mensaje que tenía dentro escrito en un pequeño papel alargado:
«Jamás busques la respuesta en los lugares que no existen».
Y entonces me di cuenta.
Nueva York no existía más allá de lo que nosotros proyectábamos sobre ella.
LA MANZANA DE CRISTAL:
Butterflies & papagayos
Jet lag
Starbucks
Personajes
Let's go yankees
Six pack