Retorno al pasado


Esta entrada se titula "Retorno al pasado" por doble razón. Por un lado, es el título del relato que adjunto a continuación y, por otro, supone volver a este género literario que tenía abandonado en el blog. Como sabéis estoy inmerso en la revisión de mi novela. Hoy he terminado el cuarto capítulo, pero aún me queda la mayor parte del trabajo, que es tan exigente como apasionante. Quiero quedar  satisfecho con el resultado antes de decidir cómo voy a publicarla. Ahora no escribo nuevos cuentos porque estoy centrado en la novela, pero entre la primera escritura y la revisión sí redacté varios. Este es uno de ellos. Espero vuestras opiniones, que últimamente los comentarios se hacen un poco de rogar :)
 
Abre el buzón y recoge la factura de la luz. No está seguro de poder pagarla. Desde que le han echado del trabajo, sus reservas económicas se están agotando a gran velocidad. Va a subir a su piso (en realidad ni siquiera es suyo, y tampoco sabe si pagará el alquiler) cuando descubre un papel arrugado en una esquina del buzón: “Maestra en adivinación con larga experiencia en los misterios de este mundo y los sucesivos”.  

En la etiqueta figura una dirección, un nombre y la cara de la futuróloga. Es una mujer joven – o lo fue en alguna etapa anterior del mundo –, de piel oscura y sonrisa apacible. Se sienta en la escalera, con la factura en una mano y la etiqueta en la otra. No tiene ningún plan interesante. Además viene de una entrevista de trabajo que le ha salido tan mal como para disuadirle de subir al piso, encender el ordenador y buscar otro empleo en Internet.

Cree que necesitaría un psicólogo más que una adivina, pero sospecha que estas son más baratas, o al menos más fáciles de despedir. Vuelve a mirar su etiqueta. La mujer es atractiva, si se corresponde con la imagen. Se fija mejor en su nombre: Alika Makemba. Le suena africano. Tal vez se trate de un apelativo artístico. Deja la factura en el buzón y sale a la calle. A pesar de su fuerte sospecha de que todo en ese anuncio es falso, una curiosidad irracional lo dirige a la dirección que indica. 

En pocos minutos llega al portal. Vacila. ¿De verdad va a pulsar el timbre, entrar en casa de una desconocida y confiar en que le revele su futuro? Es más, ¿verdaderamente desea conocerlo? Si la futuróloga es competente, lo más probable es que le diga lo que ya predice: que le espera una mala época. Si es una mentirosa y procura animarle con halagadoras perspectivas, se irá sin pagarle un céntimo. No necesita de la caridad psicológica de nadie. Sin embargo, quizá le venga bien charlar con una mujer de aspecto exótico que al menos simulará cierto interés en él. De todos modos no va a salirle caro, porque solo lleva cinco euros en la cartera.        

Presiona el timbre. La respuesta se demora. Está a punto de volverse cuando una voz pronuncia muy despacio, sílaba a sílaba: “Adelante”. No recuerda haber oído en su vida un acento parecido. Aunque, ahora que lo piensa, nunca ha hablado antes con una africana. Sus razonamientos le sorprenden, como si necesitase creer que aquella mujer es joven, africana y capaz de adivinar el futuro.

La entrada se parece mucho a la de su bloque: el buzón a la derecha, enfrente el ascensor y a la izquierda las escaleras. No le apetece realizar el menor esfuerzo físico, así que aguarda al ascensor a pesar de que solo debe subir dos pisos. La futuróloga vive en el 2º B, igual que él. Solo se da cuenta de ese detalle cuando ve el número delante de sus ojos. Empieza e envolverle una indefinible bruma, como si no estuviera seguro de encontrarse allí realmente. Se considera una persona cuerda que distingue la realidad de la ficción y el sueño de la vigilia, pero duda… Aunque no esté soñando, tal vez repite una acción concebida en un sueño que no recuerda. De lo contrario, no se explica que haya dirigido sus pasos hacia esa casa. Él nunca ha creído en la adivinación ni en nada que se le parezca. Ni siquiera está muy seguro del signo zodiacal al que pertenece.  


Transcurren un par de minutos hasta que la puerta se abre. Allí está la mujer del anuncio, quizá no tan joven pero por debajo de los cuarenta, atractiva y misteriosa. Tiene los ojos negros, la sonrisa blanca, los labios pintados y las facciones suaves. Había imaginado que portaría collares, monóculos, amuletos y toda clase de atavíos, pero su aspecto es normal, tal vez algo provocativo: lleva una camiseta roja un poco escotada y unos pantalones vaqueros. Se le pasa una idea por la cabeza, pero la descarta de inmediato. 

Balbucea unas palabras. La mujer lo ve tan dubitativo que le coge de la mano y le conduce al salón. Es una estancia reducida en la que unos muebles desgastados y un sofá rojo parecen ocupar casi todo el espacio. Alika Makemba le sugiere que se ponga cómodo y le ofrece café o té. Le extraña la sencillez del ambiente: ni bolas de cristal, ni velas que despejen las nieblas del futuro, ni cartas con prodigiosas cualidades. En realidad la iluminación proviene de la puerta de la terraza, abierta por completo. Nada resulta muy distinto de su piso de alquiler, salvo la ausencia de televisión. Incluso el tono azulado de las paredes es similar. Sin embargo él da tumbos de entrevista en entrevista, mientras ella (deben de tener la misma edad) se dedica a enviar tarjetas y ofrecer sus servicios proféticos. Se pregunta por qué, de forma tal vez retórica.

La futuróloga da unos pasos hacia la cocina – separada del salón por unas cortinas blancas – para preparar dos tazas de café. Él espera a que regrese sentado en el sofá. No sabe hacia dónde mirar, ya que no hay muchos objetos a la vista. Así las cosas, se fija en ella sin demasiada discreción. Es alta y de espaldas anchas; su pelo rizado le ciñe la cabeza y la nuca como un jardín caótico. Siente el impulso de marcharse sin dar ninguna explicación. No se decide porque sería una huida. No tiene nada que hacer allí, pero tampoco es necesario que huya. 

Alika se sienta en una silla enfrente de él, deja el café en la mesa de cristal agrietado que los separa,  extiende un folio y le pregunta su nombre, su profesión, sus aficiones… Toma notas que escribe en alfabeto árabe. Él no quiere hablar. Apenas dice un par de generalidades, sin revelar que lleva seis meses en el paro. De repente Alika cierra los ojos, se arruga en una expresión de esfuerzo físico y pronuncia poco a poco las siguientes palabras, de un modo que parece inexorable:

-Te despidieron del trabajo hace unos meses. Tu esposa te abandonó hace más de un año. Os conocisteis cuando erais universitarios. Ella trató a un estudiante en esa misma universidad, se enamoró y se fue con él.

No sabe si irritarse o asombrarse. Ni siquiera le había mencionado su matrimonio. Supone que su acierto habrá sido casual. Además no está seguro de que el amante de su esposa fuese un universitario, aunque ella le había asegurado que era muy joven. Alika toma un sorbo de café y continúa.

-Estudiaste Derecho en la facultad. Tu verdadera vocación es la literatura.

-Un momento. Yo hace mucho que no escribo.

-Pero sigue siendo tu vocación.

Ahora su disgusto es indudable. No puede admitir que una desconocida exprese tales aseveraciones. Sin embargo, su enfado no le impide percatarse de que ha adivinado su antigua dedicación a la escritura, basándose solo en su tímida declaración de interés por la literatura clásica.   

-Tomaste la decisión de abandonar la escritura cuando comenzaste a trabajar en un bufete de abogados. Tus padres murieron al poco tiempo. Unos dos años después de tu matrimonio, tuviste una aventura con otra mujer de la que te enamorarse. En general, siempre has renunciado a tus sueños por lo que te parecía más seguro o correcto.

La charla se está volviendo tan inaceptable como inquietante. Se jura a sí mismo que si se equivoca claramente en una sola afirmación, se levantará y se irá. Pero Alika no añade nada. Se limita a mirarle con una expresión de curioso desprecio. No aguanta más. Se pone en pie y le acusa, colérico:

-¿Qué clase de adivina eres? Solo has hablado de mi pasado. ¿No se supone que deberías decirme lo que va a ocurrir con mi vida a partir de ahora? 

Alika sonríe con suavidad. Su boca parece casi estática, pero el chorro de su voz empapa al abogado.  

-Mi especialidad es adivinar el pasado. El futuro cambia constantemente con cada decisión, con cada pensamiento, con cada broma del azar. Incluso puede desaparecer en un segundo. Solo lo que ya ha acontecido es invariable, y por tanto resulta susceptible de ser atrapado. No sé si tienes futuro. Sin embargo, sé lo que va a ocurrirte a partir de ahora. Sacarás tu cartera del bolsillo y me entregarás un billete de cincuenta euros.

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