Es curioso lo que está sucediendo con algunos autores que escriben en lengua inglesa en la actualidad: hace años no se les hizo apenas caso en España, y ahora los lectores buscan sus obras hasta debajo de las piedras. Como me fío de mi intuición, los compré en su momento (y leí muchos de ellos), y los guardo como joyas de mi biblioteca. Me refiero a autores como David Sedaris, Junot Díaz, Denis Johnson, David Foster Wallace, Jonathan Lethem, Rick Moody, Matthew Klam, David Powers, Michael Chabon, George Saunders o William T. Vollmann. Casi todos, por cierto, publicados por Mondadori, en aquellos tiempos en los que los englobaron en una colección llamada algo del estilo a Next Generation (y que los cortos de vista se apresuraron a criticar, demostrando ahora que se equivocaban). Dado que en aquel entonces no tenía mucho dinero para comprarme las ediciones grandes, tuve que conformarme con las ediciones de bolsillo (la mítica colección de tapas de color naranja).
Puedo presumir, por tanto, de tener en casa todo lo que se ha publicado en este país de Vollmann, aunque, como hago con todos los autores que me gustan, no he querido leer cada bibliografía al completo. Prefiero ir poco a poco. William T. Vollmann tiene algunos puntos en común con David Foster Wallace, sólo que Vollman es una especie de Wallace callejero o kamikaze, alguien más en la línea de Hunter S. Thompson: tanto Vollmann como Wallace son maestros de la narrativa, capaces de hacer incluso que el lector huela los barrios infectos por los que han pasado o sienta en sus carnes los complejos de un adolescente; tanto Vollmann como Wallace te conducen por callejones inesperados, te someten a un bombardeo de exhaustivas notas al pie, te ofrecen relatos larguísimos que te agotan; tanto Vollmann como Wallace ponen a prueba la paciencia del lector en algunas ocasiones (ese alarde estilístico y narrativo es el único reproche que les hago, y sólo se lo reprocho en algunos textos donde se empeñan en demostrar su virtuosismo, esos textos donde no aplicaron tijera cuando se necesitaba).
Lo que hace William T. Vollmann es recorrer el mundo, codearse con la gente, hablar con el personal, introducirse hasta las axilas en el barro para luego contarlo. Se dice de él que tan pronto está metido en un escenario de guerra como se adentra en tugurios asquerosos, habla con putas y con enfermos y con perturbados, asiste a autopsias, se lee manuales de medicina o criminología que nadie se leería, viajar con los muyahidines… De ello da prueba su voluminosa bibliografía, que aquí permanece inédita (sólo se han publicado Para Gloria, Historias del Mariposa, Trece relatos y trece epitafios, Europa Central, Los pobres, Historias del arcoíris y el relato “La tumba de las historias perdidas” que aparece incluido en la compilación Los nuevos góticos). Vollmann es una especie de genio loco que no parece tener miedo a nada.
En Historias del arcoíris incluye 13 relatos. El primero, “El espectro visible”, ya sienta las bases de lo que vendrá después: en él se habla de las líneas de colores pintadas en el suelo de un hospital, líneas que conducen a los pacientes a su destino (ya sea la curación o la muerte), y que se convierten en los símbolos con los que el autor va a jugar a lo largo del libro. Luego vienen una serie de textos en los que convivimos con prostitutas, skinheads, enfermos, pervertidos sexuales, fetichistas, zombies, santas, mendigos, forenses… Me atrevería a decir que Vollmann empieza en el realismo, pasa por la Historia manipulada a su antojo y desemboca en la fantasía y en la ficción pura (como uno de los últimos relatos, en los que el narrador es el Espíritu Santo). Es, desde luego, un libro mutante, que va cambiando de género y de estilo para asombro y disfrute del lector. Lo que no quita para que un par de relatos me hayan cansado o me hayan interesado menos (los cito: “Naranja centelleante” y “El azúcar amarillo”). Pero eso no ensombrece la calidad y la maestría del conjunto. Menciono, por ejemplo, la brillantez y el humor de “El vestido verde”, donde un hombre se siente atraído por el vestido de una mujer, sólo por esa prenda; o “La Inmensidad Azul”, que analiza el tema del doble, con un tipo que, a la manera de Jekyll y Hyde, es El Zombi y El Otro; o “Los caballeros blancos”, que cuentas historias de los nazis de cabeza rapada; o la historia de amor con Jenny en “Una rosa amarilla”. En casi todos los textos Vollmann utiliza una estructura fragmentaria, una prosa mayúscula y una erudición envidiable. Léanlo, pero tómenselo con calma: tiene 570 páginas y, como digo, hay un par de relatos que pesan un poco. Aquí van unos extractos:
Quería más a Jenny en los momentos en que, sentado a su lado mientras veíamos películas sentimentales, desviaba la mirada de la gran pantalla, donde la hermosa actriz estaba a punto de dejar a su pareja para siempre, y yo veía a Jenny erguida en su asiento, aquellos ojos negros semejantes a botones intensamente concentrados en la película mientras no paraba de masticar chicle con el semblante serio, y yo le pasaba el índice bajo los ojos para confirmar que tenía la cara húmeda, que Jenny lloraba por las personas que aparecían en la pantalla, un llanto de felicidad perfectamente plácida por una debacle que jamás había sucedido; y yo sabía que, tras finalizar la película, Jenny olvidaría que había llorado, aunque se sentiría refrescada por las lágrimas. ¡Qué inofensivo era todo aquello! A veces yo mismo, cuando la actriz me hacía recordar mis propios fracasos, me veía escaldado por una única y pesada lágrima; pero esta sensación no me convenía y tenía que pasarle el dedo a Jenny por el párpado mojado para tranquilizarme.
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Hay quienes piensan que lo peor de estar vivos es el saber que tienen que perderlo todo. […] Hay muchos en esta tierra que aborrecen sus vidas; para ellos cualquier pérdida es un alivio. Pero incluso ellos preferirían morir antes que pudrirse.
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Vivía con incomodidad entre los Hombres del Asilo, los cuales se retrepaban en sus sillones y miraban la pantalla azul con ojos tan espléndidamente sombríos como estrellas a punto de caer en la atmósfera azul; hombres cuya carne se introducía en la penumbra cuando se quedaban dormidos por la tarde; con papadas dobles y triples, dedos lacios, pelo que les bajaba de los hombros con la ligereza de los helechos colgantes. Cuando despertaban, la vida continuaba desprendiéndose de ellos. Tenían bocas negras y torcidas. El sudor ácido les había agujereado los calcetines tiesos y llenos de incrustaciones. En las panzas hinchadas les brotaban las hernias como castañas inmensas y los tatuajes se les desvanecían por momentos.
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Si alguna vez vieseis vosotros a un vagabundo agonizando en la calle, no harías nada; no por pereza, sino por pura falta de información. No reconoceríais su agonía; asumiríais que estaría borracho. No sabríais qué hacer con él. No sabríais si os costaría el dinero.
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El cuerpo es como un libro. Cada uno de nosotros escribe su vida en él, representando a la perfección lo que se nos hizo y lo que hicimos.
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Las peores tragedias son aquellas que tienen lugar a la luz del sol.
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Cuando alguien me cuenta una historia, probablemente sea cierta para él; si no, ¿por qué no puede serlo para mí? […] Si os oponéis a mi credibilidad, os envidio; estoy seguro de que acabaréis construyendo grandes castillos de una lógica férrea, mientras que mi tejado lleva ya tres años con goteras.
[Editorial Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]