Una confesión póstuma, de Marcellus Emants



Esta novela (cuya publicación data de 1894) viene avalada por J. M. Coetzee, quien escribe el prólogo para situarnos en los antecedentes. Pero aunque no se presentara con ese aval, daría lo mismo, pues he dicho cien veces que Sajalín es garantía de calidad. Sobre todo en su colección “Al margen”, a la que pertenece este libro y en la que hemos podido leer a autores del calibre Ed Bunker, Hubert Selby, Osamu Dazai, Dan Fante o Kenneth Cook. Es decir, autores de algunos de los libros más impactantes que hemos podido leer en los últimos años.

No es menos potente que los autores mencionados la novela de Emants, Una confesión póstuma, narración que gravita alrededor de un hombre apático, misántropo, incapaz de albergar muchos sentimientos agradables. Un libro que arranca así ya nos ha ganado: Mi mujer está muerta y ya ha recibido sepultura. Estoy solo en casa, yo solo con las dos criadas. De modo que soy libre de nuevo, pero, ¿de qué me sirve ahora la libertad? El narrador y protagonista es Willem Termeer, cuya actitud ante la vida me recuerda un poco a Bartleby: a menudo lo único que hace es estar recluido en casa, sin afeitarse, sin asearse, odiando al mundo. Es un tipo amargado, insatisfecho, sin ambiciones, desilusionado, que contrae matrimonio con una mujer a la que acaba matando (no es spoiler: él mismo lo cuenta en las primeras páginas), que es incapaz de interesarse por la oferta de la vida, al que le dan lo mismo las personas o los libros o las ciudades. Sin embargo, en algún momento llega a reconocer que le motivan “los placeres perversos y prohibidos”. Quizá Termeer sea un desarraigado por la vida que ha llevado: padres que mueren cuando él es un muchacho, un capital que le permite elecciones a temprana edad, etc. No la dejéis escapar. Unos fragmentos:

Sin saber cómo, las personas normales comprendían al verme que alguien como yo carecía de las cualidades humanas que una sociedad requiere a sus miembros para sobrevivir en la insoslayable lucha de todos contra todos. Y sin saber cómo, yo comprendía que ellas, las personas normales, poseían todos los sentimientos nobles de los que yo solo había leído algo en los libros y que para mí, por lo tanto, no eran más que palabras vacías. Y todos sabíamos que ellas constituían la norma, la fuerza que preservaba la sociedad, y yo la excepción, fruto de la degeneración.

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Me ofrecían ficción cuando yo lo que anhelaba era realidad. Además, el tiempo en que la ficción aún era capaz de conmoverme ya había quedado atrás.

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Acostumbrado a subestimar mis talentos, no me había hecho muchas ilusiones con mi novela. Y a pesar de todo, la carta de rechazo me supuso un golpe tan duro como el que debe sentir un criminal que recibe una sentencia a cadena perpetua, justo cuando había empezado a albergar esperanzas tras escuchar el elocuente alegato en su defensa de su abogado.

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Siempre he detestado encontrarme con conocidos durante mis paseos. Esto se debe, en parte, a mi temor a saludar y que no me reconozcan; pero, en esencia, mi actitud huidiza se nutría de la sospecha de que, al cruzarse conmigo, se volvían para mirarme y criticarme, tal vez incluso para burlarse de mí.

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En esa casa maté a Anna y en esa casa estoy escribiendo esta confesión.
  

[Sajalín Editores. Traducción de Gonzalo Fernández Gómez]

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