La venganza de los Itzaes. Cuentos Mayas I.

Por Juan Laborda Barceló.

Hoy descenderá de los cielos el gran Kukulkán, que otros pueblos cercanos llaman de mil formas similares. El día grande de la serpiente-pájaro ha llegado. El astro rey pica con la fuerza de todo su poder simbólico. Unas nubes escasas, amasadas en el aire con caprichosas formas, se pasean perezosas sobre nuestra ciudad de los Itzaes. Eso es lo que significaba, sin ir más lejos, Chichen Itzá. El lago cercano a la casa de los Itzaes.
Nosotros no lo llamamos equinoccio, pero esa circunstancia cósmica ha venido y no podemos dejar de pensar que en este día volverá a darse el milagro.
Zazil, mi amigo, maestro y protector, espera altivo a mi lado, sobre la techumbre del templo de los muertos. Su mirada fija obvia a la multitud y aprecia el primer rayo celeste. Se inicia el ritual. La luz dorada toca en la esquina superior de la pirámide central. En campo abierto, erguida como un castillo, es un pilar de nuestras creencias, una torre entre el inframundo acuoso y los cuerpos celestes, los más divinos dioses. Nada es comparable a la belleza de la contundente piedra vestida de rojo y azul cuando es bañada por los ribetes dorados, como si fueran prendas de seda.
La luz mágica salta escalones y el cuerpo vivo de la serpiente emplumada desciende lentamente del firmamento. Vemos su sombra movediza en la roca, son sólo triángulos de penumbra que acaban en una cabeza de piedra. Es uno de nuestros dioses reptando por esta tierra, venido de entre los astros para dejarnos su huella. No puedo evitarlo, siento la emoción como un reflejo telúrico. Salta a nuestros corazones y a nuestras cabezas. Lo veo en Zazil y él, no me cabe duda, lo ve en mi. 
La ceremonia se completa y el hechizo es pleno. Rematando el cuerpo sombrío de la serpiente de nueve pisos, se ha colocado en la pétrea boca del dios efímero, una iguana gris enhiesta. Es la lengua infinita de la deidad presente, sometiendo a su voluntad a una criatura terrestre. El silencio es de fin del mundo. Nunca se vio nada igual.



A casi un sol de distancia y a miles de años de tiempo, pero en la misma fecha, un lagarto caprichoso que antaño se detuvo donde no debía, es el detonante de la tragedia. Una energía incorpórea, eterna y resuelta produce la carambola. El turista de trazas gringas, cámara en ristre, crema protectora como pinturas de guerra, bermudas verde camuflaje y zapatillas de running, no será consciente de lo que se le viene encima ni en el momento último de reunirse con su creador. Despreocupado, lanza una fotografía mientras pronuncia un sentido "cool", pues el encuadre del reptil en la boca de aquella escultura maya le había encantado. Apagado el chasquido artificial de su aparatosa cámara digital (que imita a la perfección el obturador de un clásico como la Leica), cae fulminado sobre la hierba del sagrado sitio de Chichen Itzá. El lagarto impávido abandona su lugar, rodea el cuerpo sin aspavientos y, tras rozar con su larga cola los rizados cabellos de aquel rubio maduro, se lanza a una carrera alocada a través de las rocas, como si estuviera viajando en el tiempo.
"Golpe de calor", dirían los sanitarios como causa del suceso. Un muerto por falta de hidratación supone muy mala prensa para el pujante turismo yucateco. Nadie piensa en otra opción. Ni los más osados y amarillistas reporteros del país tuvieron en cuenta la posibilidad menos verosímil. En cambio, Zazil y yo sabemos la verdad: una fuerza oculta, que navegó rebotando en las paredes del tiempo, se había cobrado su deuda de sangre. El güerito maltrecho no es otra cosa que la muestra evidente de la venganza de nuestro pueblo, los soberbios Itzaes.

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