Te beso en tu hermosura inmensa
-de rodillas-
con mi esencia triste y solitaria
con pastillas de menta
que calman,
con aroma a tarde mojada
de caminata,
con risas que llenan mi rostro
algunas veces por las mañanas.
Cuando estás cerca
me enciendo
niego toda posibilidad de regreso a mi interior sombrío,
a mi sur bastante triste por instantes.
Prefiero permanecer a tu lado
perdida
en ese
universo revuelto
de caos, música, poesía y
amor;
aunque haga lo contrario y
escape
hasta evaporarme
en el silencio
del viento.
En mis sueños amanecí a mil kilómetros de casa, con el cabello suelto y la ropa blanca. Sólo dios sabe lo mucho que esperé por ese momento. Una bandera azul y roja flameando.
Hablando de mapas, podría decir que me siento como si fuera un alfiler inamovible, clavado en la geografía de una ciudad. Una extraña parálisis me invade petrificando mi cuerpo como si estuviera a punto de ser convertida en estatua después de que alguien le echara cemento encima. Las manos me sudan flores marchitas. El pecho me escupe cuervos. Ansiedad. Se trata de eso.
Las pupilas dilatadas, extracto de un mundo negro que me habita quizás más oscuro que los mismos ojos que poseo, aúllan desesperadas en silencio. El cielo deja de ser ese lienzo donde suelo ver aviones o pájaros que lo cruzan, para transformarse en una calesita de luces que marean. Respiro. Miro el suelo. Las piernas me tiemblan. Siento que caigo sobre la acera.
Una escena de angustia dolorosa me penetra por los poros, recordándome lo inútil que soy frente a algunas cosas. O la invalidez a decir verdad, de mí como persona. Y sé que no cabe más belleza que la de cierta masculinidad adentro muy adentro ardiendo entre mis piernas, haciendo caer del firmamento estrellas que iluminen mi rostro pálido. Sin embargo. Siempre hay un sin embargo.
No es que no quiera gozar. Al contrario. No hay nada que desee más en este universo que el soplido de vientos orgásmicos coronando mi ser hembra para desterrar de mi sangre con tendencia a coagularse, la mutilación infinita que me embarga desde hace años. Por opuesto, todo se resume a unas manos que callan y unas bocas que no tocan.
Descubro un espejo roto que me muestra la blancura y pureza del vestido que llevo puesto y me recuerda a su vez, que quizás ese harapo no se manche nunca o no deje de ser inmaculado. Como arena, como agua, como nube, el sueño va diluyéndose hasta hundirse en una máscara de niña que me pongo para seguir habitando dentro de un planeta infantil y a resguardo de los miedos que produce dejar la inocencia para sumergirse en el camino del pecado.
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