Cuando aún estaba en edad de merecer y salía por las noches en busca de todo tipo de amor furtivo, uno de mis compañeros de correrías, un pijo de Pedralbes, guapo, de voz melosa pero poco afortunado en los secretos del alterne, empezó a presentarse cada noche a la barra del Heidelberg, nuestro punto de encuentro, más desaseado. Primero, optó por dejarse una barba más que desaliñada; luego le dio por lucir siempre camisetas desgatadas y con varios lamparones de dudosa procedencia orgánica; unas lunas después, Pons apareció con unos tejanos de segunda mano y rotos por las rodillas, comprados en una de las tiendas Humana; como último paso evolutivo, se olvidó de la ducha y la colonia.
Yo observaba esa repentina transformación con una mezcla de curiosidad y sorpresa, pero guardaba silencio: no quería herir susceptibilidades y perder a mi escudero nocturno, ya que todavía no le había cogido el gusto a la caza en solitario. Además estaba acostumbrado a sus excentricidades. Podría explicar mil y un ejemplos, como esa vez, cuando todavía cursábamos tercero de BUP en los Jesuitas de Sarriá, que le dio por beber sólo Coca-Cola. Para desayunar, de día, de noche, a todas horas, argumentando que su secreta composición ejercía una suerte de antivirus universal, que le protegía de cualquier enfermedad. “Fíjate, desde que solo bebo coca-cola no me ha vuelto a brotar la alergia, ni me he resfriado un solo día”, se pavoneaba Pons en el patio del colegio, habitualmente rodeado por un batallón de mocosos, de tres o cuatro cursos menos que el nuestro, que lo contemplaban con una mezcla de admiración, miedo y extrañeza.
La teoría de las virtudes de esa bebida refrescante Pons la defendió como si en ello le fuera la vida, incluso llegando a los puños con su primo Javier, que osó tachar la Coca-cola de “refresco de maricones”. Todo eso duró hasta que una tarde de sábado en las Ramblas, después de arrasar con la sección de discos de segunda mano de la tienda Revolver, me cogió del brazo y con una voz mortecina y pálida tez me pidió que le ayudará a sentarse en una de esas sillas metálicas, colocadas en hileras perpendiculares, que ofrecían a holgazanes, carteristas, putas y mirones disfrutar de una cobijo eterno. Pons enseguida se llevó las manos a la cabeza y de una forma muy teatral empezó a rascarse la cabeza como si en sus cabellos se hubieran escondido una caterva de de piojos. “Creo que se me ha metido el gas de la coca-cola en el cerebro, tío, me voy a morir”, empezó a repetir, al tiempo que seguía rascándose de una manera que no pasó desapercibida a un grupo de jubilados que discutían a gritos sobre el gesto el gol de Zidane en el Camp Nou. Una cantinela de Pons que, como la erección del borracho, no duró más de diez minutos. De repente, decidió dat por terminada su espasmódica actuación, se levantó de un respingo de la silla y como si nada hubiera pasado propuso ir a zamparnos una hamburguesa al McDonalds.
Con ese historial de excentricidades, él era así, opté por hacer como si nada con su nueva afición por la suciedad y la moda indigente. Hasta que una noche fue él quien me interpeló sobre el tema. “Habrás visto mi nuevo look, ¿no? No me dices a nada, ¿o qué?. Tío, deberías hacer lo mismo, cuanto más guarro sales de casa, más fácil es que regreses con una chica dispuesta a follar”, me dijo con una convicción pasmosa. Yo asentí y para evitar complicaciones mayores, seguí sin darle mayor importancia a su convicción, de Casanova tronado, de que “ellas los prefieren sucios”, incluso cuando se empezaron a acumular los locales donde nos vetaron la entrada por su indumentaria, pasé del tema.
Lo que nunca podría haber imaginado es que en esa ocasión a Pons pudiera le funcionaría su teoría. El primer aviso llegó un sábado por la noche, cuando me levantó una chica de Boston que estuve cortejando durante tras horas en el segundo piso del Mond Club. Convencido de que la tenía en el bote, no supe reaccionar en el momento en el que la americana, alta, pelirroja, fibrada y con esa envidiable cara de salud tan de telefime, acabó en los brazos de Pons. El primer síntoma de que la suerte estaba cambiando me dejó en un estado de extrañeza paralizante. No era para menos. Tras cinco años de campañas nocturnas mano a mano, nos conocían “el binomio”, en las que siempre era el menda que esto escribe quien sin mucho esfuerzo conseguía el pastel ruso, alemán o sueco más deseado, esa madrugada descubrí el sabor de lo que era regresar a casa sin nada que echarse a la boca. En la oscuridad de mi habitación, después de una paja consolante, quise convencerme de que lo que había vivido aquella madrugada de abril sería una simple anécdota, el revés que todo campeón sufre de vez en cuando y le sirve para recordar que pese a todo es mortal.
Cuan equivocado estaba, instalado en la soberbia del que atesora desde la cuna belleza e inteligencia, de que el éxito de Pons aquella noche no se debía a la pura y simple chiripa. La siguiente noche que salimos juntos, mi amigo se fue de la mano de una tal Laia, con unos padres de posibles, con casa en Cadaqués y arrebatadores ojos castaños. Y así, noche tras noche Pons acababa junto a las chicas más guapas e interesantes que nos cruzábamos en Razzmataz, La Paloma, el Otto, el Apolo… Era como si tuviera un imán, como si de repente hubiera hallado la pócima mágica de la seducción, mientras yo me hundía en la melancolía y empezaba a buscar refugio en el alcohol.
Abatido y cada vez más confuso, pese a mis intentos de disimularlo, acabé admitiendo que la teoría de mi amigo era certera y empecé a descuidar mi vestimenta, comprando en los encantes camisas y pantalones de cuarta mano, amén de mi aseo personal con la esperanza de volver a ser quien era. “Ya verás como así vuelves a ligar, no falla”, me dijo dándome unos sentidos abrazos una de las últimas noches que nos volvimos a ver. Dos semanas después, decidí romper el “binomio” y probar suerte por mi cuenta, convencido de que permanecer junto a Pons acabaría por condenarme al fracaso eterno. Mi repentino adiós no pareció importarle mucho, algo que me dolió. El divorcio no cambió mi determinación de llegar hasta el final su método de ligoteo, esperando que la fortuna volviera a brillar. ¿Si a Pons le funcionaba por qué no podría se efectivo su método conmigo?
No volvimos a tener contacto durante décadas, hasta hace dos semanas, cuando nos cruzamos en la Diagonal, frente al José Luis. Fue Pons quien me reconoció y vino tímidamente a saludarme. Estaba realmente diferente: bronceado, fuerte, afeitado, vestía un elegante traje caqui, camisa blanca y mocasines de ante marrón y andaba con una seguridad y confianza que nunca hubiera imaginado en él. A su lado, una espectacular nibelunga que me presentó como su actual esposa, flanqueada por dos niñas de cabellos de oro. Hablamos cinco minutos. Las típicas formalidades: una pregunta sobre cómo te va la vida, que si he vuelto a ver a los compañeros de los jesuitas, que alegría vernos después de tanto tiempo. Hasta que la maciza rubia alemana le recordó que no sé quien les estaba esperando y llegaban tarde. Pons, algo nervioso, introdujo su mano en el bolsillo derecho de mi roída americana al tiempo que me susurraba al oído: “Para que puedas dormir unos días en una pensión, ducharte y comparte algo de ropa nueva, recuerda que las mujeres prefieren los hombres limpios”. Pons me guiñó un ojo y, después de darme su última lección, se fue alejando armoniosamente hacia Francesc Macià con sus tres chicas rubias, mientras yo empezaba a hacer planes con la caridad recibida.
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