"Él era tan duro y romántico como la ciudad que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería" (Woody Allen, Manhattan)
1
Era como una resaca sin dolor. Una sensación de embotamiento mental que ralentizaba el mundo. La gente se movía arriba y abajo, hablaba, comía, se reía de extrañas formas que no podía asimilar desde el interior de mi pecera afectiva. Mi punto de vista era un filtro malva medio opaco y bajo en revoluciones.
—¿Hola?
—¿Eh?
—Te estoy hablando —dijo Goki.
—Perdona, es el jet lag.
Eran las 11 de la noche. Aquel piso de la Quinta Avenida tenía una intensa luz blanca que me estaba volviendo loco. Goki me preguntaba algo sobre la religión en España, mientras yo solo trataba de mantenerme despierto. Para mí, eran las cinco. Su amiga de Taiwan también hacía preguntas. Era amable y simpática pero le interesaba Europa más de lo que yo tenía fuerzas de explicar.
—¿A qué te dedicas?
Contestaba con dos o tres segundos de retraso como si estuviera bajo el efecto de una absurda droga. Como en las entrevistas transoceánicas de los telediarios españoles.
—Soy periodista —dije.
Y ella sonrió.
Le hablé de Barcelona. De la siesta. Las tapas. La diferencia entre un italiano y un español.
—Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante, es español —dije.
Se me había cerrado un ojo y tenía un pie dormido.
—Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante y mueve mucho las manos, es italiano.
Sus risas sonaban como un eco en mi cerebro. Creo que estaba sonámbulo.
Goki se levantó de la mesa. Volteó la barra de bar americana que había en el comedor y sacó una botella de agua de cristal de la nevera. La trajo a la mesa y sirvió tres vasos.
Aquel piso era increíble. Techos altos. Grandes ventanas. Televisión de plasma. Bañera. Armarios de dos metros. Parquet. Muebles de lujo. Goki trabajaba para una empresa japonesa que le había enviado a Nueva York un par de años. Le pagaban el 80% del alquiler del piso.
Mi mirada se perdía en el blanco de aquellas monumentales paredes. Las palabras, dirigidas o no hacia mí, se diluían exponencialmente. Ya no daba para más. Aquel día (y medio) se me estaba haciendo infinito.
2
Salí del aeropuerto mirando hacia todos lados. Hacía calor, pero no un calor sofocante como en Barcelona. Se me acercaron varias negros gritando: «Taxi, taxi». En frente de mí, había una parada de taxis amarillos. Una larga fila de personas esperaba para coger uno. Me acerqué. Me coloqué en la cola y un tipo negro con gorra de chófer se puso justo detrás de mí.
—Where are you going?
—Manhattan.
Y me cogió por el hombro de forma amistosa. Hablaba muy deprisa. Yo me liberé de sus brazos y le dije que iba a coger uno de esos taxis. Él me dijo: «No, man». Y después me soltó que esos taxis solo iban a Brooklyn. Le creí y me fui con él. Me quitó la maleta de la mano. Eso me recordó a Gambia. Caminamos juntos varios metros. Cruzamos una carretera. Me llevó detrás de unas columnas. «Me va a atracar», pensé. De pronto, no tenía ninguna duda. «Me va a sacar un arma y me va a atracar. Se va a llevar mi ropa y mi dinero».
Se detuvo justo al lado de un coche negro. Un coche normal y corriente con matrícula de New Jersey. Abrió el maletero y metió mi maleta dentro. Me dijo que subiera al coche. Le dije: «No». Me temblaban la voz y las rodillas.
Señalé el coche y dije:
—This is not a taxi!
—It is a taxi, man! —contestó.
—It's not!
—It's my taxi, come on!
Podríamos haber pasado así toda la mañana.
Cogí mi maleta de nuevo, mientras él me hablaba de precios. De pronto, ya no le tenía miedo. Agitaba los brazos arriba y abajo como si quisiera hipnotizarme. Me decía que no volviera a la fila de taxis amarillos, insistiendo en que solo iban a Brooklyn. Le dije que, aunque fuera así, quería preguntarlo primero. Y, entonces, dejó de insistir.
Cuando volví a la fila de taxis, tres o cuatro negros más se acercaron a ofrecerme sus coches. Regateaban, me hablaban de dólares y propinas. Entonces, uno de ellos preguntó por qué no había subido al otro taxi; por qué no me había ido con él.
—Because it wasn't yellow! —dije.
Y todos desaparecieron.
3
El taxi me dejó frente al Pennsylvania, en la Séptima Avenida. Era un hotel enorme con un hall gigantesco. Vendían entradas para los musicales y los museos allí mismo. Había acordado con mis amigos españoles que subiría a buscarlos a su habitación cuando llegara, antes de ir a casa de Goki. Subí con mi equipaje a uno de los seis ascensores y me quedé anonadado mirando como un idiota la colección de botones que había para pulsar. Subimos tres plantas hasta que encontré el botón del piso en el que tenía que bajarme.
¿Dónde están los ascensoristas de las películas cuando se les necesita?
Bajé con miedo a haberme equivocado. El suelo era de madera, cubierto de moqueta antigua. Crujía. Un pasillo largo y laberíntico se dividía en varias direcciones hacia ambos lados. Me acordé de la Tower of Terror de Disneyworld en Orlando. Caminé un rato. Todo me parecía enorme: los cuadros, las puertas... Busqué el fantasma de Mickey Mouse. Se podía pasear por aquel hotel. Era tan grande como eso. Me crucé con una mujer de la limpieza empujando el carro de las toallas. Tenía aspecto de cubana o puertorriqueña, pero no hablaba español. Le pregunté por la habitación de mis amigos. Me miró como si fuera tonto. Como si no fuera normal perderse allí dentro. Me dijo que girara a la izquierda, luego a la derecha y luego a la izquierda otra vez.
Quince minutos después, Andrea me abrió la puerta de su habitación. Gritó:
—¡Hola, bienvenido!
Yo dije: «Hola». La aparté y me tiré sobre su cama sin saludar a Jordi, su marido.
4
Fuimos a Times Square porque quedaba cerca. Goki no llegaba hasta las siete. Yo no tenía fuerzas para disfrutar de todo aquello. Las luces de neón me cegaban. Daban mucho calor. Además, olía mal. Olía a comida frita por todas partes. Salía humo de las cloacas. Casi no se podía andar por las aglomeraciones. Apenas hice fotos. Mis amigos caminaban a toda velocidad enseñándome los rincones y las tiendas que ya habían visitado. El tráfico era caótico. Pero, ¿qué mierda era aquello? ¿Esta era la ciudad de mis sueños? Estaba lleno de vagabundos.
5
Llegué tarde a casa de Goki. El opulento edificio en el que vivía tenía tres porteros uniformados. Yo quise entrar como si nada. Hubiera entrado, cogido el ascensor y llamado a su puerta.
—Excuse me, sir. Where are you going?
Aquello parecía que iba en serio.
Les di unas torpes explicaciones. Apenas me obedecía la lengua. El portero menos negro de los tres cogió un teléfono y dijo:
—Mr. Goki, there's your guest waiting for you.
Y tuvo que bajar a buscarme.
Yo no estaba acostumbrado a todos esos protocolos y, aunque no estaba de humor, me pareció simpático. Así funcionaban las cosas en la Quinta Avenida.
6
Goki quería que cocinara algo para ellos. Algo español. Yo hice un esfuerzo por sonreír pero mi boca se levantó solo por un lado.
—¿No querrás que cocine una paella?
—¿Podrías? —dijo.
—No.
Cenamos algo de ensalada y yogur. Me preguntaron cuál había sido mi primera impresión de la ciudad. Yo quería decirles que me había parecido una mierda; irracionalmente desenfrenada, apestosa, sucia, anárquica y artificial. Pero solo dije: «Nice».
Después de aquello, la chica de Taiwan decidió que era hora de irse y por fin pude acostarme.
Fueron cinco espléndidas horas de sueño, pero a las cuatro de la mañana ya tenía los ojos abiertos como platos. Odiaba Nueva York. Odiaba el jet lag. Había dormido escuchando los coches pasar toda la noche. Era verdad eso de que la ciudad nunca dormía.
Me levanté en la oscuridad de muy mala gana. Me acerqué a la ventana. Todavía no había amanecido. Corrí la cortina con desprecio. Quería gritar. Pero, entonces, descubrí justo allí delante lo que me había estado perdiendo desde que había llegado. Un cielo negro y majestuoso arropaba las crestas de los rascacielos iluminados. Un millón de luces parpadeantes, un millón de vidas llenas de esperanza. Y en medio de aquel paraíso urbano, se erigía esplendoroso el Empire State: mayúsculo, hierático y radiante. Respiré hondo frente a tanta belleza. Se me había acelerado el corazón. Puse una mano sobre el cristal. Y solo pensaba una cosa: «¡Qué maravilla!».
LA MANZANA DE CRISTAL:
Butterflies & papagayos
Starbucks
Personajes
Let's go yankees
Six-pack
Capítulo final
Era como una resaca sin dolor. Una sensación de embotamiento mental que ralentizaba el mundo. La gente se movía arriba y abajo, hablaba, comía, se reía de extrañas formas que no podía asimilar desde el interior de mi pecera afectiva. Mi punto de vista era un filtro malva medio opaco y bajo en revoluciones.
—¿Hola?
—¿Eh?
—Te estoy hablando —dijo Goki.
—Perdona, es el jet lag.
Eran las 11 de la noche. Aquel piso de la Quinta Avenida tenía una intensa luz blanca que me estaba volviendo loco. Goki me preguntaba algo sobre la religión en España, mientras yo solo trataba de mantenerme despierto. Para mí, eran las cinco. Su amiga de Taiwan también hacía preguntas. Era amable y simpática pero le interesaba Europa más de lo que yo tenía fuerzas de explicar.
—¿A qué te dedicas?
Contestaba con dos o tres segundos de retraso como si estuviera bajo el efecto de una absurda droga. Como en las entrevistas transoceánicas de los telediarios españoles.
—Soy periodista —dije.
Y ella sonrió.
Le hablé de Barcelona. De la siesta. Las tapas. La diferencia entre un italiano y un español.
—Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante, es español —dije.
Se me había cerrado un ojo y tenía un pie dormido.
—Si quiere follarse a cualquier mujer que le pase por delante y mueve mucho las manos, es italiano.
Sus risas sonaban como un eco en mi cerebro. Creo que estaba sonámbulo.
Goki se levantó de la mesa. Volteó la barra de bar americana que había en el comedor y sacó una botella de agua de cristal de la nevera. La trajo a la mesa y sirvió tres vasos.
Aquel piso era increíble. Techos altos. Grandes ventanas. Televisión de plasma. Bañera. Armarios de dos metros. Parquet. Muebles de lujo. Goki trabajaba para una empresa japonesa que le había enviado a Nueva York un par de años. Le pagaban el 80% del alquiler del piso.
Mi mirada se perdía en el blanco de aquellas monumentales paredes. Las palabras, dirigidas o no hacia mí, se diluían exponencialmente. Ya no daba para más. Aquel día (y medio) se me estaba haciendo infinito.
2
Salí del aeropuerto mirando hacia todos lados. Hacía calor, pero no un calor sofocante como en Barcelona. Se me acercaron varias negros gritando: «Taxi, taxi». En frente de mí, había una parada de taxis amarillos. Una larga fila de personas esperaba para coger uno. Me acerqué. Me coloqué en la cola y un tipo negro con gorra de chófer se puso justo detrás de mí.
—Where are you going?
—Manhattan.
Y me cogió por el hombro de forma amistosa. Hablaba muy deprisa. Yo me liberé de sus brazos y le dije que iba a coger uno de esos taxis. Él me dijo: «No, man». Y después me soltó que esos taxis solo iban a Brooklyn. Le creí y me fui con él. Me quitó la maleta de la mano. Eso me recordó a Gambia. Caminamos juntos varios metros. Cruzamos una carretera. Me llevó detrás de unas columnas. «Me va a atracar», pensé. De pronto, no tenía ninguna duda. «Me va a sacar un arma y me va a atracar. Se va a llevar mi ropa y mi dinero».
Se detuvo justo al lado de un coche negro. Un coche normal y corriente con matrícula de New Jersey. Abrió el maletero y metió mi maleta dentro. Me dijo que subiera al coche. Le dije: «No». Me temblaban la voz y las rodillas.
Señalé el coche y dije:
—This is not a taxi!
—It is a taxi, man! —contestó.
—It's not!
—It's my taxi, come on!
Podríamos haber pasado así toda la mañana.
Cogí mi maleta de nuevo, mientras él me hablaba de precios. De pronto, ya no le tenía miedo. Agitaba los brazos arriba y abajo como si quisiera hipnotizarme. Me decía que no volviera a la fila de taxis amarillos, insistiendo en que solo iban a Brooklyn. Le dije que, aunque fuera así, quería preguntarlo primero. Y, entonces, dejó de insistir.
Cuando volví a la fila de taxis, tres o cuatro negros más se acercaron a ofrecerme sus coches. Regateaban, me hablaban de dólares y propinas. Entonces, uno de ellos preguntó por qué no había subido al otro taxi; por qué no me había ido con él.
—Because it wasn't yellow! —dije.
Y todos desaparecieron.
3
El taxi me dejó frente al Pennsylvania, en la Séptima Avenida. Era un hotel enorme con un hall gigantesco. Vendían entradas para los musicales y los museos allí mismo. Había acordado con mis amigos españoles que subiría a buscarlos a su habitación cuando llegara, antes de ir a casa de Goki. Subí con mi equipaje a uno de los seis ascensores y me quedé anonadado mirando como un idiota la colección de botones que había para pulsar. Subimos tres plantas hasta que encontré el botón del piso en el que tenía que bajarme.
¿Dónde están los ascensoristas de las películas cuando se les necesita?
Bajé con miedo a haberme equivocado. El suelo era de madera, cubierto de moqueta antigua. Crujía. Un pasillo largo y laberíntico se dividía en varias direcciones hacia ambos lados. Me acordé de la Tower of Terror de Disneyworld en Orlando. Caminé un rato. Todo me parecía enorme: los cuadros, las puertas... Busqué el fantasma de Mickey Mouse. Se podía pasear por aquel hotel. Era tan grande como eso. Me crucé con una mujer de la limpieza empujando el carro de las toallas. Tenía aspecto de cubana o puertorriqueña, pero no hablaba español. Le pregunté por la habitación de mis amigos. Me miró como si fuera tonto. Como si no fuera normal perderse allí dentro. Me dijo que girara a la izquierda, luego a la derecha y luego a la izquierda otra vez.
Quince minutos después, Andrea me abrió la puerta de su habitación. Gritó:
—¡Hola, bienvenido!
Yo dije: «Hola». La aparté y me tiré sobre su cama sin saludar a Jordi, su marido.
4
Fuimos a Times Square porque quedaba cerca. Goki no llegaba hasta las siete. Yo no tenía fuerzas para disfrutar de todo aquello. Las luces de neón me cegaban. Daban mucho calor. Además, olía mal. Olía a comida frita por todas partes. Salía humo de las cloacas. Casi no se podía andar por las aglomeraciones. Apenas hice fotos. Mis amigos caminaban a toda velocidad enseñándome los rincones y las tiendas que ya habían visitado. El tráfico era caótico. Pero, ¿qué mierda era aquello? ¿Esta era la ciudad de mis sueños? Estaba lleno de vagabundos.
5
Llegué tarde a casa de Goki. El opulento edificio en el que vivía tenía tres porteros uniformados. Yo quise entrar como si nada. Hubiera entrado, cogido el ascensor y llamado a su puerta.
—Excuse me, sir. Where are you going?
Aquello parecía que iba en serio.
Les di unas torpes explicaciones. Apenas me obedecía la lengua. El portero menos negro de los tres cogió un teléfono y dijo:
—Mr. Goki, there's your guest waiting for you.
Y tuvo que bajar a buscarme.
Yo no estaba acostumbrado a todos esos protocolos y, aunque no estaba de humor, me pareció simpático. Así funcionaban las cosas en la Quinta Avenida.
6
Goki quería que cocinara algo para ellos. Algo español. Yo hice un esfuerzo por sonreír pero mi boca se levantó solo por un lado.
—¿No querrás que cocine una paella?
—¿Podrías? —dijo.
—No.
Cenamos algo de ensalada y yogur. Me preguntaron cuál había sido mi primera impresión de la ciudad. Yo quería decirles que me había parecido una mierda; irracionalmente desenfrenada, apestosa, sucia, anárquica y artificial. Pero solo dije: «Nice».
Después de aquello, la chica de Taiwan decidió que era hora de irse y por fin pude acostarme.
Fueron cinco espléndidas horas de sueño, pero a las cuatro de la mañana ya tenía los ojos abiertos como platos. Odiaba Nueva York. Odiaba el jet lag. Había dormido escuchando los coches pasar toda la noche. Era verdad eso de que la ciudad nunca dormía.
Me levanté en la oscuridad de muy mala gana. Me acerqué a la ventana. Todavía no había amanecido. Corrí la cortina con desprecio. Quería gritar. Pero, entonces, descubrí justo allí delante lo que me había estado perdiendo desde que había llegado. Un cielo negro y majestuoso arropaba las crestas de los rascacielos iluminados. Un millón de luces parpadeantes, un millón de vidas llenas de esperanza. Y en medio de aquel paraíso urbano, se erigía esplendoroso el Empire State: mayúsculo, hierático y radiante. Respiré hondo frente a tanta belleza. Se me había acelerado el corazón. Puse una mano sobre el cristal. Y solo pensaba una cosa: «¡Qué maravilla!».
LA MANZANA DE CRISTAL:
Butterflies & papagayos
Starbucks
Personajes
Let's go yankees
Six-pack
Capítulo final