Lo terrible ahí, aprenderse un poema de memoria para hacerle un favor al vómito. El miedo no es atroz sino una carcajada enorme, una muerte que usa pañales para que no se escape mal el amor. Delirar el poema, desparramarlo como si tuviera los calzones tristes, esa suerte de cuerpo vulgar donde se hace noche o día como una voz encerrada, capaz de derruir un reloj de arena que se desencantó en una legión de termitas absorbiendo el abismo por delante (¿y por detrás? – que te cojan tus enamorados con furia)
Y así el corazón, el organito no mutilado, el poema de loba, pequeño como una criatura con manchas en la piel, se atiende la herida. Hola, qué tal, mire: me sangra acá. A ver, ponemos una gasa para que no supure la falta. Pero no, doctor, Ud. no entiende las palabras de la presencia. Los gusanitos se alimentan y devoran la cosa de los sexos y el diluvio. No entiende: no alcanza con una gasita, hay que contener, estrujar y que explote hacia dentro una muda que se borró los pájaros de la boca y se ató la cuerda vocal al cuello para que brille como una lámpara.
¿Un respirador?Tampoco.
Yo veo un rostro al otro lado,
así, visionaria ardua que pregunta sobre la condición de amar y mueve los ojitos, gracias por mover los ojitos, pero realmente esperaba el estrangulamiento fiel como creer que dios me regaló una angustia hermosa y contenida. El cuerpo es un recipiente lleno. Una angustia de golpes en la nuca y kilos de algodones filosos taponando la nariz, sellando los párpados, abriendo, apenas, los labios blandos y parir, depresiva, todo este despojo de mar.
Mi orificio es una materia en llanto, llueve hacia atrás y adelante, se balancea en esta cama donde los milagros, casi siempre, duelen.
Lo terrible es más bien ponerse una furia a toda hora, donde se calzan los poemas invencibles, y es urgente que me amputen las manos, doctor,
yo no sé hacer el amor con las espadas