Un jardín de inciensos
me perfuma incendiándome a la vez
el rostro cubierto de atardeceres de sábados sin lloviznas pero además,
carentes de flores amarillas o incluso colillas de cigarrillos aplastadas en el suelo.
Sobre el cielo lavanda donde la noche se anuncia lentamente
mis ojos se pierden en la crueldad de la geografía reconociendo el color
morado del cuello y
los pájaros negros que vuelan distantes
me arrojan un poco de ésas -sus- cenizas,
envolviéndome las piernas evitando así que florezcan árboles frutales, quizás
ciruelos.
Y reconozco a las almas secas atravesarse los mares:
la mía y la suya que no saben si los lunes son azules o los martes grises así como el resto de la semana y
donde poco importan las horas, los días y los años
en un mundo que ha muerto hace rato y sin embargo, aún cree oler
a geranios, a manos salpicadas de esperma luego de intentar limpiar las manchas sobre el vestido floreado,
a vasos de vino tinto rotos sobre el mantel blanco -ése aroma alcoholizado fijo en la tela-
o a cabellos revueltos cubiertos de polvo luego de caerse
violentamente del caballo.
Cierro los párpados y rezo por el descanso de esos cuerpos amantes sin haberse amado,
enterrados en un cementerio de
Barcelona quizás,
mientras bebo café instantáneo en esta mañana ausente de
fragancias.
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