EL ESCRITOR GILIPOLLAS
Alfonso Vila Francés
Permitidme empezar diciendo que yo mismo me considero, muy modestamente, un escritor gilipollas. Posiblemente nunca estaré a la altura de los grandes escritores gilipollas de los que voy a hablar pero al menos mi experiencia personal me capacita, aunque sea de un modo imperfecto, para entender la cuestión.
El cristiano se redime por las obras, el escritor también, pero en este caso por sus obras literarias. ¿Pero qué pasa cuando nos olvidamos de las obras y nos centramos en el hombre? ¿Qué pasa si, aunque sea momentáneamente, borramos esas obras de su biografía? ¿Qué nos queda? Pues muchas veces, me temo, un montón de defectos, un catálogo de estupideces, una vida errática, confusa y lamentablemente perdida.
Veamos algunos ejemplos…
Oscar Wilde, por empezar con un caso muy evidente, se lo jugó todo a una carta. Pero no una carta seria, de verdad, sino una carta falsa, una carta ridícula, de juguete, una carta con la que no podía engañar a nadie: su prestigio literario, su inteligencia, su sarcasmo, su vanidad. Con eso, puestos a enfrentarse con la vida real, no se va a ningún sitio. Es como ir a la guerra con una pistola de juguete. Te hacen pedazos en un momento. Al final, cuando ya todo estaba perdido, Oscar Wilde comprendió que nunca había tenido la menor oportunidad de salir vivo de ese juicio. En su largo lamento (“De profundis”), entre el tufillo de vanidad y prepotencia que desprenden involuntariamente sus palabras (muy lúcidas y sinceras, desde luego), él mismo llega a reconocer que ha sido un imbécil como la copa de un pino. ¿Pero qué hace? Nada. No hace nada. Primero porque ya no se puede hacer nada. Segundo porque él es escritor y no sabe vivir de otra manera. Él no vive la vida, él la escribe. Y como él mismo confiesa: “Ahora que conozco la vida ya no quiero escribir”. ¿Y qué hace un escritor que ya no quiere escribir? Nada. Morir en vida. Un escritor que ya no quiere escribir está acabado. Su vida puede que continúe, pero sólo desde el punto de vista físico. Espiritualmente está muerto. Es un zombi. Se pasea, se mueve, pero está podrido por dentro, en descomposición. Y pese a todo, aunque muera el talento, el entusiasmo, la crítica satírica y lúcida, la capacidad para la belleza, no muere la vanidad. Es curioso, un escritor zombi sigue siendo tan vanidoso como siempre. Piensa que el mundo continúa necesitándole (en realidad, eso es lo triste, el mundo no lo ha necesitado nunca). Piensa que su funeral estará lleno de grandes multitudes anónimas desfilando con lágrimas ante su tumba. Sí, un escritor, por bueno que sea, no puede aceptar la idea de la inutilidad de su obra. Y por tanto no puede aceptar la idea del olvido de su obra.
(leer artículo completo en Jot Down: http://www.jotdown.es/2013/09/el-escritor-gilipollas/ )