Joseph Auquier |
Olga Orozco
Himno de alabanza
Ypor qué no he de cantar yo un himno de alabanza,
aunque casi todos los que amé sean ahora igual que la hojarasca
que se arremolina alrededor del viento
y no puedan ni si siquiera jactarse de poder arrojar su propia sombra?
Por todo lo perdido, ¿acaso contrariaste mi voluntad de dicha
o volví del revés los pasos que me habías señalado?
Si celebré con llanto mis bodas con la noche, ¿fue por seguir mi vocación
(de abismo
o porque me cubriste con sábanas de tinieblas cada día?
Para nadie la culpa ni para mí el castigo.
Fue solamente porque cayó una estrella
o porque se precipitaron bajo la luna errónea las mareas.
Es la misma señal, el mismo asombro con que sigo cayendo
(en la espesura,
aquí, desde tu mano.
¿Y no he de cantar por eso un himno de alabanza?
Te agradezco estos ojos que se agrandan para ver tu escritura secreta
(en cada piedra;
esta boca con el sabor de “siempre”, “tal vez” y “nunca más”,
las manos y la piel donde arrojan su aliento los emisarios de territorios
(invisibles;
el perfume de la estación que pasa, su ráfaga hechicera ceñida
(a mi garganta,
y el reclamo insistente del sonido que atruena con el cuerno
(para las cacerías.
¡Ah sentidos, mis guardianes insomnes,
refugios instantáneos en un mundo improbable y sin fondo, como yo!
Desde lo más profundo de mi estupor y de mi deslumbramiento
(yo te celebro,
cuerpo, suntuoso comensal en esta mesa de dones fugitivos,
a ti, protagonista de paso en cada historia del amor que no muere,
intermediario heroico en todas las batallas de la tierra y el cielo,
tú, mi costado de inevitable realidad,
delator de intemperies y fronteras, siempre bajo un puñal,
entre el relámpago de la tentación y el tajo de la herida.
A pesar de tu corazón irascible, yo te bendigo, mar, bestia obstinada;
en tu acechanza y en tu letanía pasa el relato del diluvio y mi risa infantil,
junto con ese cielo con que sueñas en cada una de tus olas,
en cada balanceo, como yo en el vaivén de mi respiración.
Guárdame en tu memoria como un guijarro más,
como a un hueso perdido y a estos nombres escritos en la arena,
para velar contigo hasta el último día en el insomnio de la inmensidad.
Gracias te doy, hormiga, modelo de mis viajes en las exploraciones
(imposibles,
y a la torcaza por la incesante queja que acompañó mis lágrimas y duelos;
agradezco a la hierba la tierna protección para mis pies furtivos
y a ti, brizna en el viento, por todo el imprevisible porvenir;
bendita seas, sombra generosa, sumisa a tanto error y a tantas sombras,
y también tú, mi silla, guardiana infatigable frente a la espera
(y a la lejanía.
Yo te celebro, ráfaga, lluvia, enredadera,
murmullo enamorado del silencio que habita entre las piedras.
¿O no puedo cantar, amor, la noche de tu ausencia y el filo de tu espada?
¿Quién no lleva en la punta de su arpón una ballena blanca?
Poesía completa
Adriano Hidalgo ediciónes
Buenos Aires, 2012
Prólogo de Ana Becciú y
Tamara Kamenszain.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
2ª Edición. PVP 10 euros edicioneseltorodebarro@yahoo.es |
En todo lugar
hay un precipicio para los valientes
y una sombra para los exhaustos
y un manantial volcando su frialdad.
En todo amanecer
hay rocío para los temblorosos
y luz para los amantes
y frías piedras y salvajes pastos.
En todo anochecer
hay sosiego para los tempestuosos
y liviandad para los solitarios
y una roca para los que yacen al final del camino.