Poco a poco sigo desgranando la producción narrativa del navarro Patxi Irurzun. Tras un libro de cuentos desenfadado pero con un fuerte contenido de denuncia social, como era La tristeza de las tiendas de pelucas, y un dietario donde recogía una etapa importante de su vida, Dios nunca reza, tenía ganas de leer este libro de viajes que surgió de una manera muy curiosa. Patxi Irurzun era un treintañero que aspiraba a escritor. Le habían publicado algunas cosas en diferentes revistas y colaboraciones y creo que tenía algún que otro libro en el mercado. De vez en cuando, caía algún premio literario. Como el que convocaba El País Aguilar: seis mil euros para gastar en un solo viaje. Patxi, en lugar de escoger pasar quince días en el mejor hotel de una ciudad europea cualquiera o vivir a todo trapo en una playa paradisíaca con una pulserita que le abriera todas las puertas de los placeres más vacuos, decide irse, junto con un compañero fotógrafo, a uno de los mayores vertederos del mundo, el de Payatas en Manila. Para finalizar, se conoce que aún le sobraban algunos euros, deciden acercarse a Papúa Nueva Guinea.
Lo curioso del viaje es que decide llevarlo a cabo cuando empieza a conseguir lo que siempre ha anhelado, esto es, alguien que le quiera. Ella es Malen, una chica que ha conocido hace poco y con la que congenia; y dos, vivir, aunque sea malvivir, de la escritura. Justo antes de partir le publican un libro. Sin embargo, la decisión está tomado; van a ser 101 días fuera de su pequeño mundo que a base de esfuerzo va consiguiendo, pero mejor tres meses lejos de su ideal de vida que el resto de la misma lamentándose por haber perdido la oportunidad. Así que hacen las maletas y a la otra punta del mundo que se van Patxi Irurzun, escritor, y Joseba Zabala, fotógrafo.
No sé gran cosa de los libros de viajes, pero sí que me interesa más la visión del reportero del lugar que los datos antropológicos que me pueda facilitar que están bien para un estudio pero no para una crónica. En este sentido, Patxi Irurzun elabora una especie de diario personal, el día a día de dos blanquitos extraños en aquellos parajes. Los impedimentos continuos, la burocracia más kafkiana, las tensiones de la convivencia, se dan cita en estas páginas frescas, llenas de humanidad.
No me gustaría acabar esta breve nota sin una cita que me impresionó por su belleza entre tanto lodazal:
"Hubo, sobre todo, una de las chabolas que me llamó la atención. En realidad, ni siquiera era una chabola, sólo un colchón, o mejor, la espuma amarilla de un colchón tirada a cielo abierto. Sobre el colchón un hombre, sucio, desharrapado y con una nube espesa de moscas revoloteando a su alrededor, dormía plácidamente lo que parecía una gran borrachera, y a su lado una niña de tres o cuatro años, una pequeña princesita de los suburbios, enfundada en un inmaculado vestido rosa, con sus volantes, sus encajes, sus enaguas, saltaba entre carcajadas sobre el colchón, de modo que con cada uno de aquellos saltos la barriga del señor de las moscas se inflara y se desinflara".