“París no me apetece”.
Eso dijo el portugués una de las últimas veces que le vi; otra, tuvimos que refugiarnos en un portal de Chamberí para huir de la lluvia de agosto y, mientras esperábamos con paciencia a que parara, apoyado contra la pared, se dedico a repasar las mujeres con las que había estado desde que cumplió los dieciséis. De algunas, no recordaba su nombre, pero sí que las había querido en el momento que había compartido con ellas. Llevaba unos vaqueros y una camiseta gris y, escuchándole, tuve la sensación de estar dentro de una de esas comedias británicas de semiadultos inadaptados, en las que me gustan todos los protagonistas masculinos.
El portugués y yo. Este portugués y yo. Una vez, hace ya mucho tiempo, nos dimos un beso muy rápido en una estación, pero no pasó nada más, porque nos hicimos amigos y decidió quedarse en mi vida para siempre.
La noche que hablamos de París era una noche entresemana de este junio y discutíamos sobre su destino de vacaciones. Habíamos quedado delante del Español para acudir al enésimo evento literario a la sombra de la Feria del Libro. Pero no fuimos. Como siempre, empecé a sincerarme con él y terminamos en la planta de arriba del Burger King de Atocha, poniéndonos al día (siempre soy yo la que habla más) y haciendo bromas sobre la idea que nos empeñamos en mantener viva mientras asistimos con sorpresa a la consolidación, año tras año, de nuestra amistad: que después de atravesar lustros, él de promiscuidad y yo de enamoramientos bastante absurdos, terminaremos juntos y no me quedará más remedio que engendrar un ejército de pequeños portugueses con mal genio y una tendencia precoz a dejarse barba.
La noche del Burger King yo me había puesto un vestido azul. La primera vez que nos vimos, la primera de verdad, en la librería de Alcalá a la que yo me incorporé con el equipo, que lo incluía a él, ya hecho, traté de caerle simpática y él me miró por encima del hombro cuando se me ocurrió hacerle una pregunta ridícula sobre “La catedral del mar”. Estoy convencida de que no se acuerda, sin embargo yo he vuelto en innumerables ocasiones a ese día y a los meses que le siguieron, en los que, testigo bastante discreto de como me rompían más que nunca el corazón, me aseguró entre bronca y bronca descomunal que no iba a permitir que me deshiciera de él; algo que dudé, porque no soy esa clase de persona que se esmera por mantener cerca a la gente a la que quiere.
En ese terreno me defiendo especialmente mal.
Han pasado cinco años. Es jueves, estamos en agosto y a las dos menos cuarto el portugués llama a mi puerta para que vayamos juntos a comer. Viene en bicicleta, así que nos quedamos por el barrio y aterrizamos en el Ginger. Desde que Silvi me lo descubrió, llevo al Ginger a todo el mundo. Pedimos tempura de langostinos para picar y le describo con pelos y señales mis últimos días con la esperanza de que no sea demasiado duro su veredicto: porque el portugués es un experto en el diagnóstico sentimental y en el 99'99% de las situaciones, no importa la historia que le cuente, su sentencia suele ser bastante clara: “apártate de él”.
Eso es exactamente lo que dice sin interrumpir ni un segundo su ingesta de risotto de bacalao: “Apártate de él”; luego pone mala cara cuando le digo que he terminado “La trama nupcial” y el final me ha decepcionado un poco: “no pienso leer a Eugenides en mi vida”. Su determinación confiere a sus palabras el valor de los vaticinios insondables de un oráculo. Él se está leyendo a los checos, no a uno ni a dos, sino a todos los checos del mundo... es así. Hace algunos meses leímos a la vez “Viaje al fin de la noche”, pero él lo terminó antes que yo y, cuando escuche su reflexión sobre la novela, supe que la profundidad de mi lectura equivalía a mojarme el meñique en un charco.
En fin... acabamos la tarde en la cafetería del Reina Sofía con una búsqueda frustada, la de “Entre amigas”, la correspondencia entre Hannah Arendt y Mary McCarthy, publicada por Lumen, que no aparece por ningún sitio.
Y continúa en busca y captura.
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