Una madrugada te vas a levantar del camastro, vas a zozobrar zombi en el corredor a oscuras y te vas a meter en el servicio bajo la bombilla que todavía petardea a chequearte la cara en ese tópico espejito que precede a las píldoras, vas a escuchar ese largo silbido que musica al silencio a las cuatro de la mañana y vas a seguirle la pista a ese mosquito espada que zumba y vuela durante los escasos segundos que tarda en atravesar la luz blanca frente a ti y cuando te des cuenta (te darás) de que cualquier cosa que añadas al respecto (por ejemplo que los minutos percuten en las paredes de la vida como péndulos de papel en un angosto pasillo impenetrable, por ejemplo que es el alma lo que vas a chequearte al espejito, por ejemplo que el silencio grita en lugar de callar, por ejemplo que detrás de los espejos no hay ni un mísero reflejo), cuando de te des cuenta de que cualquier cosa, repito, que añadas al respecto va a ser pura y puta y ridícula fabulación, te vas a cagar de miedo en los pantalones, poetastro.
Tan común como inevitable es el color de los cielos. Hay gente próspera y buena que dice que azul, hay poetas y otra escoria que dice que negro, pero el pastor y el pocero saben bien que el cielo es de muchas formas.
Por eso cuando una madrugada te vayas a levantar del camastro y alguien tome tu mano y obligadamente la retenga y lleve su extremo a su cuerpo lentamente pero con fuerza y haga ssh en la sombra y sientas húmedo el hálito de su boca en tu oído y notes su voz preguntando ¿qué ocurre?, notes su voz afirmando nada pasa, notes su voz diciendo ven, todo está bien, te quiero, te amo, no te vayas aún, aguarda, déjame poner aquí la cabeza, notes su voz diciendo hoy pasaron tantas cosas y no estabas... cuando eso acontezca te vas a cagar de miedo en los pantalones pensando en si te arrancaran esa mano de la tuya, si te la extirparan, si te la amputaran. Eso te va a matar de pánico. Te volverás normal súbitamente, así como se entela el cielo por culpa de lo que pasa en la tierra.