Los que juegan a las casitas

En algún lugar de Huertas


Detecto ciertas actitudes en mi entorno que me ponen los pelos como escarpias y pienso si no me estaré volviendo una infeliz, pero automáticamente rechazo la idea, porque no son la envidia o la infelicidad las causantes de mi aversión hacia los que juegan a las casitas.

Las vidas de verdad de la gente a la que quiero siempre me llenan. Sus alegrías son las mías; sus miedos son los míos; son mías cada una de sus transgresiones; y luego está la gente que, por desconocimiento o inseguridad, se empeña en vivir vidas de mentira; gente que se sumerge en una eterna e ininterrumpida representación y, más tarde o más temprano, acaba haciendo daño a alguien.

Porque jugar a las casitas se paga con un terrible, monstruoso y bajo ningún concepto diagnosticado desequilibrio; se paga con la herida.

Nadie se salvará.

Os preguntaréis cómo he llegado a albergar pensamientos tan terribles y yo os contesto: basta con mirar alrededor para confirmar en los ojos de los que comprenden, de los que todavía no han sido poseídos del todo por la bestia, la presencia de la farsa que avanza lenta y silenciosa pero con determinación; una especie alienígena decidida a adueñarse de los cuerpos aún no domesticados.

Existen dos tipos de tristeza, la de los frustrados y la de los valientes; y es esta última la que hay que proteger.

Los que permiten que les sorprendan llorando no juegan a las casitas.

Los que comparten sus miedos y los enfrentan no juegan a las casitas.

Los que reinciden en la escritura de cartas de amor no juegan a las casitas.

Los que se equivocan y se retrasan, y luego se disculpan y cambian las cosas no juegan a las casitas.

Los que están alerta no juegan a las casitas.

Los que aprenden a vivir solos no juegan a las casitas.

Los que se enamoran y se arriesgan a pesar de todos los fracasos que les preceden no juegan a las casitas.

Los que confían no juegan a las casitas.

No juegan a las casitas los que aceptan la posibilidad de experimentar dolor.

Sospechad de los que se empeñan en tenerlo todo bajo control, de los que sonríen siempre.

Y nunca, nunca, nuca, bajéis la guardia ni les sigáis el juego.

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