Rodeado de agua y cielo -inmensidades de un destierro en el que apenas le han dejado tierra donde posar sus pies- por todas las partes, aislado en la remota isla de Santa Elena, mientras todos esperan que muera para librarse de su incómoda carga, el Emperador Huevo sigue obsesionado con su recuerdo de Moscú ardiendo, en llamas, incendiado por los propios moscovitas.
Él, que había sido contemplado en el desierto, junto con sus soldados, por cuatro mil años de Historia, sabe que ninguna pirámide esta a la altura de esta pira funeraria en la que se abrasó su propio destino. Llegaba triunfante a la ciudad, después de alzarse con la victoria en la Batalla de Borodino, pero el Conde Rostopchin, le privó del botín, ordenando la voladura del Kremlin. La primera chispa saltó un 14 de septiembre. Demasiada madera.
No se arrepiente, sin embargo. Sabe que todos los seres humanos tienen su propio frente ruso. El de sus custodios, a los que oye cuchichear al otro lado de la puerta, es bien distinto al suyo. El de cada uno congruente con su ego y su grandeza.
El Emperador se atusa sus cabellos en mitad del océano, en el exilio. Sonríe. Enigmáticamente. Intuye que esos mismos cabellos que ahora se mesa, serán la prueba delatora del crimen.
En el aire un ligero olor a almendras.