Advertencia: sólo debería leer mi comentario sobre estas películas de Richard Linklater quien ya las haya visto; de lo contrario, se tragará un par de spoilers como castillos.
Pues bien, por fin se estrenó la última entrega de esta serie de películas sobre Jesse y Céline (no me atrevería a llamarlas “secuelas” porque esto va más allá). Es curioso cómo me han acompañado a lo largo de 20 años: cada una de ellas me ha pillado en un momento sentimental distinto; he viajado por los mismos rincones que los protagonistas y visitado los mismos cafés y plazas y librerías; me han fascinado por igual, devolviéndome siempre la idea de que una película perfecta y sobria no necesita de efectos especiales, de grandes presupuestos ni de tramas laberínticas… Richard Linklater sabe que bastan un buen guión y dos o tres buenos actores para sacar adelante proyectos que nos hablen del amor, la pasión, el azar, los cruces de caminos, el paso del tiempo y la culpa de subirse (o no subirse) a ciertos trenes.
En Antes de amanecer (Before Sunrise), que transcurría en Viena, los personajes rondaban los 20 años y estaban a medio hacer. Vivían el ideal romántico, tenían todo el tiempo del mundo y un futuro en blanco. La vida estaba llena de posibilidades y sólo había que elegir aunque te equivocaras: ya habría tiempo de rectificar.
En Antes del atardecer (Before Sunset), ambientada en París, Jesse y Céline, el norteamericano y la francesa, tenían 30 años y sus vidas ya estaban encauzadoas: las parejas, los trabajos, el inicio de la madurez. En ese momento tomar decisiones ya no era un juego, sino una responsabilidad: el tiempo de la juventud se iba agotando. Jesse ya estaba casado y tenía un hijo, pero no era feliz en su matrimonio. Aún quedaba una posibilidad de coger el tren.
En Antes del anochecer (Before Midnight), ambientada en el Peloponeso, ambos viven juntos. Tienen dos hijas. Están de vacaciones en Grecia, alojados en la casa de un escritor anciano llamado Patrick (trasunto del escritor y viajero Patrick Leigh Fermor, pues entre otras cosas la mansión donde se alojan perteneció realmente a Fermor, algo que indican en los créditos finales). Jesse no se ha librado aún de su pasado, ni nunca se librará: su hijo vive en Chicago con su ex mujer, y ese cabo suelto dominará casi toda la película y determinará los diálogos de la pareja. Jesse y Céline se han convertido en una pareja convencional, pero ahora cargan con los problemas habituales: los celos, las decepciones, los primeros síntomas de la decadencia física, el agobio de tener que dedicarse a tiempo completo a sus empleos y a los niños, los caminos que no eligieron…
La película (más madura, más reflexiva y más crepuscular que las anteriores entregas) es un reflejo duro, casi cruel, de lo que significa cumplir 40 años, estar casado (o al menos vivir una vida matrimonial) y tener hijos. En cierta manera es un espejo para mi generación, y muestra (aunque parezca un tópico) cómo somos los hombres (juguetones, obsesionados con el sexo y las mujeres, infantiles, pero con creencias firmes) y cómo son las mujeres (formales, más serias, preocupadas por el orden, la limpieza y lo correcto, y sobrecargadas de duda y de culpa). Y cómo la pareja, a lo largo de los años, acumula por igual alegrías y desilusiones. Y cómo se pasa, en un instante, de una situación que roza lo sexual a una disputa que activa una llamada de teléfono. O cómo una frase mal entendida puede devenir en horas de discusiones.
Richard Linklater se las compone para ofrecernos largos planos secuencia que Ethan Hawke y Julie Deply, con su habitual solvencia, saben llenar, con diálogos que no tienen nada que envidiar a los de Woody Allen (por poner un ejemplo). Aquí volvemos a encontrarnos con la frescura y el tono de improvisación de las dos películas previas, aunque nada más lejos de la verdad: según sus responsables, ensayaron hasta el hartazgo.
No sé cuál de las tres películas elegiría, cuál me ha gustado más. Lo que tengo claro es que ésta es, probablemente, la que me dejará más huella (y no olvido que es uno de los mejores filmes de 2013). Porque ya no trata del ideal romántico, sino de las consecuencias del amor en la vida real. Veremos qué ocurre dentro de otros diez años…
Pues bien, por fin se estrenó la última entrega de esta serie de películas sobre Jesse y Céline (no me atrevería a llamarlas “secuelas” porque esto va más allá). Es curioso cómo me han acompañado a lo largo de 20 años: cada una de ellas me ha pillado en un momento sentimental distinto; he viajado por los mismos rincones que los protagonistas y visitado los mismos cafés y plazas y librerías; me han fascinado por igual, devolviéndome siempre la idea de que una película perfecta y sobria no necesita de efectos especiales, de grandes presupuestos ni de tramas laberínticas… Richard Linklater sabe que bastan un buen guión y dos o tres buenos actores para sacar adelante proyectos que nos hablen del amor, la pasión, el azar, los cruces de caminos, el paso del tiempo y la culpa de subirse (o no subirse) a ciertos trenes.
En Antes de amanecer (Before Sunrise), que transcurría en Viena, los personajes rondaban los 20 años y estaban a medio hacer. Vivían el ideal romántico, tenían todo el tiempo del mundo y un futuro en blanco. La vida estaba llena de posibilidades y sólo había que elegir aunque te equivocaras: ya habría tiempo de rectificar.
En Antes del atardecer (Before Sunset), ambientada en París, Jesse y Céline, el norteamericano y la francesa, tenían 30 años y sus vidas ya estaban encauzadoas: las parejas, los trabajos, el inicio de la madurez. En ese momento tomar decisiones ya no era un juego, sino una responsabilidad: el tiempo de la juventud se iba agotando. Jesse ya estaba casado y tenía un hijo, pero no era feliz en su matrimonio. Aún quedaba una posibilidad de coger el tren.
En Antes del anochecer (Before Midnight), ambientada en el Peloponeso, ambos viven juntos. Tienen dos hijas. Están de vacaciones en Grecia, alojados en la casa de un escritor anciano llamado Patrick (trasunto del escritor y viajero Patrick Leigh Fermor, pues entre otras cosas la mansión donde se alojan perteneció realmente a Fermor, algo que indican en los créditos finales). Jesse no se ha librado aún de su pasado, ni nunca se librará: su hijo vive en Chicago con su ex mujer, y ese cabo suelto dominará casi toda la película y determinará los diálogos de la pareja. Jesse y Céline se han convertido en una pareja convencional, pero ahora cargan con los problemas habituales: los celos, las decepciones, los primeros síntomas de la decadencia física, el agobio de tener que dedicarse a tiempo completo a sus empleos y a los niños, los caminos que no eligieron…
La película (más madura, más reflexiva y más crepuscular que las anteriores entregas) es un reflejo duro, casi cruel, de lo que significa cumplir 40 años, estar casado (o al menos vivir una vida matrimonial) y tener hijos. En cierta manera es un espejo para mi generación, y muestra (aunque parezca un tópico) cómo somos los hombres (juguetones, obsesionados con el sexo y las mujeres, infantiles, pero con creencias firmes) y cómo son las mujeres (formales, más serias, preocupadas por el orden, la limpieza y lo correcto, y sobrecargadas de duda y de culpa). Y cómo la pareja, a lo largo de los años, acumula por igual alegrías y desilusiones. Y cómo se pasa, en un instante, de una situación que roza lo sexual a una disputa que activa una llamada de teléfono. O cómo una frase mal entendida puede devenir en horas de discusiones.
Richard Linklater se las compone para ofrecernos largos planos secuencia que Ethan Hawke y Julie Deply, con su habitual solvencia, saben llenar, con diálogos que no tienen nada que envidiar a los de Woody Allen (por poner un ejemplo). Aquí volvemos a encontrarnos con la frescura y el tono de improvisación de las dos películas previas, aunque nada más lejos de la verdad: según sus responsables, ensayaron hasta el hartazgo.
No sé cuál de las tres películas elegiría, cuál me ha gustado más. Lo que tengo claro es que ésta es, probablemente, la que me dejará más huella (y no olvido que es uno de los mejores filmes de 2013). Porque ya no trata del ideal romántico, sino de las consecuencias del amor en la vida real. Veremos qué ocurre dentro de otros diez años…