Ya los tenemos ahí, puntuales, con su cita anual, a mediados de junio, con las portadas de los grandes diarios españoles. Sonrientes, con gafas de pasta o sin ellas, bien peinados, limpios y aseados, algunos con un toque más “underground” (tímido piercing en la nariz, camiseta del Che), para que no se diga, los primeros de la clase, los que arrasan con sus notas en selectividad, los chicos preferidos de Wert, reciben el aplauso bien pensante y son elevados a la categoría de ejemplos que seguir. “Yo, la verdad, es que no he tenido que estudiar mucho para los exámenes, es cuestión de organizarse y trabajar un poco cada día, nada más”. Claro. “Mi sueño es entrar en la NASA y ser astronauta”. No te jode. “Soy una chica muy normal, me gusta salir con mis amigos, practicare deporte, ir al cine, salir con mis amigos…”. Sí, como todos. Tal exposición pública de virtudes, canto al género empollón, convertida ya en parte del almanaque mediático que se dedica fabricar modelos de la sociedad perfecta, me sigue provocando las mismas ganas de potar que cuando trataba de sobrellevar mi adolescencia en un bonito colegio de monjas de la zona alta de Barcelona, dos décadas atrás.
Por aquel entonces, cuando la ciudad no se había convertido en un parque temático para turistas de chancla brasileña, yo era más ingenuo, estaba menos embrutecido por los cepos morales colocados en el camino y la rabia de adolescente me llevaba a fantasear con agenciarme una Heckler & Koch MP5, la metralleta que un día empuñó Ulrike Meinhoof, e impartir justicia nihilista. Inofensivos delirios de un quinceañero inadaptado, solitario lector de Bakunin, Kerouac, Sartre, Dostoievski y Rimbaud, pese a no comprender nada de sus textos. Un adolescente que no había probado los secretos de la carne y que observaba a sus compañeras de clase desde el temor a ser humillado y con la melancolía de lo que pudo ser y no fue, aunque por poco. “Tu serás guapo de mayor, pero ahora tienes cara de niño pequeño”, sentenció una niña pija antes de largarse cogida de la mano de un skin del Carmelo, que ese día estrenaba cazadora bomber. Lejos de reaccionar, me quedé ahí plantado, pensando que en el fondo ella atesoraba tanta razón como belleza.
En ese ecosistema al que aterricé en primero de BUP, procedente de un pequeño y protector colegio -eramos diez por clase-, no me costó muchos días darme cuenta de que habitaba en tierra hostil, pese a lo engañoso del bello edificio modernista y los jardines románticos al pie del Tibidabo. Como aún me quedaba muchos años para ser alto, fuerte y tal vez guapo, siguiendo las predicciones de mis compañeras de pupitre, opté por asumir mi nueva condición de marginado, de aquel que tendría vetado eternamente la entrada en el club de los prototipos de niños de portada, con curriculums tan deslumbrantes como sus porvenires. O eso creáin ellos y yo.
Era una máscara existencial, simple, tan típica en ciertos adolescentes, pero efectiva sin duda, como pudo constatar mucho tiempo después mi psicóloga. Y como todo artificio requería construir con celeridad un relato que los cimentara y aportara seguridad, cierta épica y contenido a la actitud “no future”, más allá del disfraz entre situacionaista y mod, siempre vestido de sepulcral negro.
Con escasos amigos, sin nadie con quien comentar los habituales miedos del adolescente que descubre a trompicones de qué coño va este juego, ni una banda de colgados a la que sumarse para holgazanear por las calles de Barcelona, como El Chico de la Moto, no tenía más opción que pasar los días en brazos de los existencialistas franceses, golpeado por la náusea y el muro, fantaseando con emular a los locos del Jazz, conviviendo con los personajes de los cómics de Pedro Pico y Pico Vena, practicando sin remordimiento la masturbación masiva y constante, ganando terreno al cansancio nocturno para escuchar a los Dj de medianoche de Radio 3 y, en la soledad de mi dormitorio, bailando con Cure, The Jam, Loquillo y los Trogloditas (grande, Sabino), esperando que las pastillas de nombres impronunciables, que robaba de los botiquines de mis santas abuelas, machacadas y bien combinadas con Cointreau, abrieran las puertas a paraísos artificiales.
Los fines de semana, siempre fugaces, tenían su momento estelar cuando acudía a la grada del campo de Sarriá para rodearme de inadaptados de todo tipo, como yo. Rockers, pijos, mods, skins, heviatas… Todos jóvenes asociales, perdidos en su inocencia y deseosos de expulsar la acumulada rabia juvenil, que nos sumergíamos en el calor y el anonimato de la masa y con el blanco y el azul como único credo. Eran otros tiempos, otra Barcelona más violenta, real, repleta de códigos y jerarquías no escritas que ningún niñato en su sano juicio se le ocurría pasar por alto. Rodeado de aquellos tipos tan dispares, descubrí el sabor amargo de la cerveza y que en esta vida conviene aceptar rápido, si no quieres golpearte contra la pared como un mono eloquecido, que los pobres (casi) siempre pierden.
Mi error candoroso fue pensar que esa cosmovisión adolescente, preñada de dolor y desconcierto, sería eterna. No contaba con que el paso del tiempo iba a poner cada cosa en su sitio. A base de fortuna y mucho talento para la supervivencia aprobé el COU, la selectividad, conseguí sacarme una carrera fácil como la de periodismo, encontrar trabajo, publicar un libro malo y pagar cada mes el alquiler del piso y mis numerosos vicios, lo que dos décadas atrás esa música me hubiera sonado a patraña.
En ese transcurrir de los días observé con más sorpresa que satisfacción como algunos empollones de la clase se despeñaban en los primeros cursos universitarios, preguntándose aterrados qué coño estaba pasando con el guión de su vida, e incluso pude ajustar cuentas con la chica que me llamó cara de niño: una mañana de sábado la abandoné desnuda en su cama tras comentarle que el paso del tiempo había oscurecido su belleza juvenil. ¿Cruel? Y pese a estas pequeñas venganzas que me suturaron muchas heridas interiores, cada final de curso, cuando las campañas de la selectividad vuelven a repicar, mire las portadas de los grandes diarios y me entren las mismas ganas de vomitar al ver esos cantos generalizados al empollón que cuando tenía unos fantásticos quince años.
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