EL BOSQUE
La historia es cierta. Me la contó uno de los implicados. Me hizo jurar que guardaría silencio hasta su muerte y eso he hecho.
Sucedió hace mucho. En un prado de las montañas. Un padre vivía con sus dos hijos. El padre era un buen padre, dentro de lo posible. Una vez al mes bajaba al mercado. A veces estaba toda la noche fuera. A veces no volvía en uno o dos días. Si volvía de mal humor, los niños sabían que tenían que hacer y que no. Si volvía contento, lo mismo. A veces se emborrachaba. Pero sólo lo justo.
Una tarde apareció un cazador. La hija estaba sola. El hijo estaba en monte. El cazador sabía que el padre había ido al mercado. Violó a la niña. El hijo estaba volviendo de buscar leña. Llevaba un hacha. Al oír los gritos echó a correr.
El cazador acababa de levantarse. Se volvió y se rió. El niño tenía miedo. El hacha le pesaba en la mano. El cazador pensó que lo mejor sería matarlos a los dos. El niño estaba inmóvil, frente a él. Tenía miedo. Pero la niña no. La niña sabía bien lo que tenía que hacer. Mientras el cazador se burlaba del niño la niña corrió a la cuadra y cogió un cuchillo de esquilar. Sabía donde lo guardaba su padre. Luego se abalanzó sobre el cazador por la espalda, con toda su rabia.
Fue una acometida torpe. El cazador estaba malherido. La niña volvió a hundirle el cuchillo, pero el cazador aún trataba de escapar. Entonces el niño reaccionó. De una patada, alejó la escopeta de la mano del cazador. Luego cogió una piedra.
Durante un buen rato estuvieron llorando. Luego pensaron hacer lo que hacían cuando se moría un perro. Cavar un hoyo y enterrarlo a la sombra de un árbol. Pero la niña pensó que el cazador no se merecía estar a la sombra de un árbol y lo enterraron detrás de secadero, a la solana. Por costumbre marcaron el lugar con una piedra.
De madrugada el niño comprendió que lo de la piedra no era una buena idea. Se levantó y fue hasta el secadero. Entonces vio que había alguien allí. Era su padre. Aunque estaba clareando y su padre estaba inclinado, lo reconoció enseguida. También el padre, al oír crujir una rama, reconoció a su hijo de inmediato.
–Coge una pala y ayúdame –fue todo lo que dijo.
El padre y el niño llevaron el cuerpo del cazador a una cueva profunda y lo arrojaron al fondo.
No se habló del asunto. Y la historia hubiera terminado ahí si la niña no hubiera descubierto poco después que estaba embarazada.
El padre pensó que lo mejor sería que la hija no bajara al pueblo por un tiempo. Cuando llego el momento del parto, ayudó en lo que pudo. No era un mal padre. Hizo lo que pudo, ya lo digo. También el hermano pequeño hizo lo que pudo, que no era mucho. De hecho, bastante tenía con aguantar el tipo. Había visto parir a los animales, pero aquello era otra cosa. Se quedó tan impresionado que se prometió a sí mismo que nunca se casaría para no hacer pasar a su mujer por semejante suplicio.
El padre no perdió el tiempo, la niña (era una niña) nació sana. El padre la envolvió en unos trapos, la metió en un canasto y la llevó al pueblo. Allí la dejó a la puerta de un convento.
Las monjas se hicieron cargo de la niña y luego, cuando creció, la enviaron a un orfanato en la ciudad. La niña tuvo suerte, fue pronto adoptada.
La historia podría haber terminado allí, pero no fue así. Ocurrió algo increíble. Una de esas casualidades tan extraordinarias que tiene la vida.
La familia de la capital decidió, muchos años después, pasar el verano en un pueblo de la sierra. La niña ya era una casi una señorita, pero estaba un poco malcriada. Salió a pasear por los campos, y pese a las advertencias de sus padres, se adentró en el bosque.
Las tormentas de verano suelen ser repentinas. Y eso es precisamente lo que sucedió. El cielo se llenó de nubes amenazantes y, antes de que la niña pudiera reaccionar, cayó un chaparrón terrible. Entonces la niña echó a correr, pero desorientada como estaba, se alejó aún más del pueblo.
La historia podía haber terminado ahí, pero la niña tuvo suerte. Sin saber cómo, fue a parar a un claro del bosque y al final del claro encontró unas ruinas. No era gran cosa, una antigua cabaña de pastores, pero era suficiente para resguardarse de la lluvia.
La niña pensó que la tormenta pasaría pronto. Pero el tiempo, lejos de mejorar, empeoró. Primero cayó granizo (la niña miraba el granizo con una mezcla de terror y admiración) y luego cayó la noche. Y con la noche llegaron los ruidos del bosque y el frío. La niña estaba completamente horrorizada. Y más horrorizada se quedó al escuchar una voz tras ella. Era un hombre. Un hombre joven. Un cazador.
La historia podía haber terminado ahí. Pero no era ese su destino. El cazador era un hombre apuesto, fornido. La niña ya era casi una mujer. Una mujer muy hermosa. Se enamoraron a primera vista.
La niña no conocía esa clase de amor, pero se entregó sin reparos. No pudo explicar su conducta. Tampoco quiso atenerse a razones ( ¡y mira que lo intentaron!) Y el joven cazador, que ya era un hombre hecho y derecho, al ver la tozudez de la muchacha, se envalentonó aún más. Al final no quedó más remedio que casarlos.
La historia podía haber acabado ahí, pero no lo hizo. Una noche el cazador le habló de su padre. Su padre también había sido cazador. Una tarde se fue al monte y nunca más se le volvió a ver. En el pueblo contaban historias, pero él nunca las había creído.
Eso fue lo único que le dijo. Pero era suficiente. Poco después unos espeleólogos encontraron un cadáver en una sima. El cadáver no pudo ser identificado.
La historia no acabó ahí. Podría haberlo hecho (hubiera sido mejor para todos), pero a la historia aún le faltaban varias líneas por escribir.
Y se escribieron. Se escribieron años después, cuando la feliz pareja ya llevaba varios años juntos y la felicidad inicial se había convertido en rutina, gritos y llantos de niños, tal y como suele suceder en estos casos.
Pese a todo hubiera sido dejar las cosas como estaban. Ya digo. Pero por desgracia no pudo ser.
El cadáver de la sima estaba ya olvidado. Ya nadie hablaba de él en el pueblo. Pero el pueblo era un pueblo pequeño, donde todos saben lo que nadie dice. Donde todos esperan que alguien se decida a romper el silencio, aunque sea en su lecho de muerte.
Esta historia me la confesó un pastor. Parece increíble pero es cierta. El pastor sabía lo que iba a pasar después de su muerte, lo que iba a empezar ya en el mismo entierro.