"All right, Mr. DeMille. I am ready for my close-up!" (El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder)
Fue aquella tarde en que me preguntó:
—¿Cuándo vas a volver a actuar?
Y me pareció una pregunta llena de tristeza.
Pensé que quería pedirme un papel en una obra y trabajar conmigo o algo por el estilo. En aquella época, me pasaba mucho. ¿Por qué no me escribes algo? Algo para mí. Crea una obra a mi medida. Si tienes tiempo y nada mejor que hacer. Hazme ese regalo.
Pero Araceli no parecía interesada en su vuelta a los escenarios sino en la mía.
—No tengo intención de volver, de momento —le dije.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Acaso debería?
—¿Por qué lo dejaste?
—Estaba cansado.
Y era cierto.
Araceli era una mujer hermosa. Podría haber sido una estrella de cine si ella hubiese querido. Pero prefirió entregar su belleza a un devoto marido y un par de hijos gordos y vender su sueño a una compañía de teatro amateur que la devoró en menos de tres montajes.
Todavía era guapa, si te fijabas bien.
—Ahora me dedico más a escribir —le recordé.
—¿Por qué escribir?
—Me entretiene.
—¿Te gusta más que actuar?
—No. Pero así no dependo de nadie. Tengo el control total.
—Suena muy solitario.
—Bueno...
—Tú antes no eras así.
Araceli mi miraba con amor y tristeza. Podía verlo a través de sus gafas de sol que no eran demasiado oscuras.
Pensé que estaba proyectando en mí sus frustraciones.
Pero no me miraba con odio. No me miraba con asco.
Había pedido un batido de fresa y yo un café americano.
Araceli solía tener los ojos verdes pero, por alguna extraña razón, ahora eran grises.
No me miraba con envidia.
No me miraba con devoción.
—Tú eres un gran actor —me dijo.
—Bueno... no tanto —respondí sincero—. He hecho algunas cosas bien pero no soy como esos actores de raza que se dejan la piel en el escenario. Tengo muchas limitaciones.
—Porque tú quieres. Eres tú el que se pone barreras.
No me miraba con clemencia.
No me miraba con decepción.
—Tú también eres una gran actriz —le dije.
—Te equivocas, yo nunca fui una actriz.
—Sí. Lo eras.
—Pero muy mala.
Araceli no era capaz de ver el enorme potencial que tenía. Yo conocía —y todavía conozco— un centenar de personas que matarían por tener la mitad de talento que ella tenía. Su carisma. Su presencia. Su mirada.
—Ayer me preguntaron por ti unos viejos amigos —me dijo.
Sacó un cigarrillo de su bolso de mano rosa. Llevaba un vestido negro.
Yo llevaba seis meses sin fumar.
—¿Quién?
—Compañeros de clase.
—Ah —dije.
Araceli fumaba como una estrella retirada. Tenía clase. Era elegante y sexual. Parecía contar una historia con las manos. Otra con los ojos. Y otra con los labios.
Araceli era un flagrante desperdicio de talento.
—Les dije que habías estado escribiendo para La Vanguardia y que ahora escribías en un blog. Y que estabas preparando un libro de relatos. Pero solo les interesó lo de La Vanguardia.
—Bueno, no es que me importe mucho su opinión...
—No seas tan rencoroso —respondió, escupiendo el humo de una calada—. Me preguntaron cuándo ibas a hacer una obra nueva porque querían verte actuar.
—Pero, ¡si nunca han venido a verme en todos estos años! ¡A ninguna obra!
Aquello era totalmente absurdo. Un disparate.
—Pues ahora quieren verte.
—Pues ahora ya lo he dejado —dije, terminando mi café.
Araceli miró la hora. Tenía que ir a buscar a sus hijos al colegio. Se levantó. Llevaba una carrera en las medias.
—Te tienen mucho cariño.
—Pues que lo hubieran demostrado en su momento.
—Bueno, nunca es tarde —dijo, dándome un abrazo.
Me pareció que se iba a poner a llorar, pero no lloró. Me dio un abrazo algo más largo de lo normal.
Yo me quedé un rato más en aquella terraza. No tenía ganas de ir a ningún lado.
Araceli se marchó poniendo un pie delante de otro, balanceando sus caderas. Pisaba con fuerza la pasarela de la vida.
Me pregunté cómo podía ser tan tonta.
Cómo podía ser tan ciega y testaruda.
No había otro lugar para ella que un escenario. ¿Qué coño estaba haciendo con su vida?
Me fui a casa. Subí al cuarto piso en que vivía sin coger el ascensor.
Abrí la puerta despacio. Entré. Me dirigí a la habitación y me tiré sobre la cama.
¿Cómo puede una persona dejar pasar el tren de lo que más ama sin inmutarse?
Se había condenado ella misma a la infelicidad.
Al cabo de media hora, me levanté y me quedé un rato sentado sobre el colchón. Tenía una libreta encima de la mesita de noche. La cogí.
La apreté con fuerza. Después, la abrí y escribí: «Escenarios».
Entonces, sonó el teléfono. Era mi novio:
—Hola, cariño. ¿Qué haces?
—Estoy escribiendo una nueva obra —le dije—. Voy a volver a actuar.