La mañana en que me comunicaron mi ascenso sentí que el edificio se agrandaba. Llegué a la hora convenida por el presidente, pero mi mano no obedecía la orden del cerebro y era incapaz de apretar el botón de la undécima planta donde estrenaba despacho, una por debajo del cielo. La recepción estaba vacía. El maletín se me escurría de la mano. De pronto, un ejecutivo entró en el edificio por la puerta del fondo. Al verme en el ascensor me hizo un seña para que esperara. Corriendo sobre la tarima, sus zapatos italianos sonaban con eco. Justo cuando llegaba, le cerré la puerta. Entonces, mientras subía, volví a deleitarme con nuevas tarjetas. Director general nada menos.