LA PREGUNTA
La mujer se alegró al ver las luces. Se plantó en medio de la carretera, sin pensar que podían atropellarla. En aquel momento en lo último que pensaba era en que podía morir. El coche paró en seco. La mujer se acercó a la ventanilla. El conductor era joven. Bien vestido. Parecía educado. Intentó explicarse.
Él la miró asustado. Era evidente que algo grave había pasado. El coche, el pantano, mi novio… La mujer hablaba demasiado rápido. Estaba muy nerviosa. No paraba de moverse. Hay que avisar. Hay que llamar a la policía…
–Sí. Sí. Desde luego… ¿Dónde ha caído?
La mujer vio como salía del coche y se acercaba al borde de la carretera. La noche era muy oscura. No se podía ver nada. No se sabía donde acababa la tierra y donde empezaba el agua. O donde acababa el aire y donde empezaba el agua.
La mujer tenía el pelo y la ropa empapada. Tenía los pantalones y la camisa rota. Rasgados. Era evidente que había podido salir del coche, nadar hasta la orilla y escalar de algún modo hasta la carretera.
Él se acercó más al borde. Por ahí no. Desde luego. Aquí la carretera volaba literalmente sobre el pantano. El pantano estaba ahí. No se podía ver. Pero de algún modo extraño se intuía. En aquel abismo negro, ella seguía pensando en su novio. No se resignaba a su muerte. Se acercó al borde y miró fijamente hacia el fondo. Por primera vez se quedó muda.
Ese fue el momento que él aprovecho…
Fue un ruido muy suave. Como si alguien lanzara una piedra al agua. Pero no ahí, a sus pies, sino lejos, bien lejos. Ella calló al agua en silencio y en silencio se hundió. No pudo volver a salir. Él esperó unos minutos. Todo estaba tranquilo. Intentó distinguir algo. Pero nada se movía, nada brillaba en la oscuridad. Era evidente que ella no había tenido tiempo de comprender nada. El empujón había sido rápido y certero. Él se sorprendió de su propia frialdad.
Pero ya estaba hecho y había que sacar de ahí el coche. Estaba parado en medio de la carretera. Al salir de una curva. Aquel no era un buen sitio. Podía tener un accidente.
Se sentó y descubrió que había dejado la radio encendida. Un presentador estaba hablando sobre un grupo. Conocía ese programa y conocía al presentador. Era un rollero. Un tipo soso y pretencioso. Hablaba y hablaba y nunca ponía la música.
Apagó la radio con un gesto de fastidio. Puso un compact. Arrancó y condujo con cuidado. Aquel tramo era muy peligroso.
Cuando llegó a casa se desvistió y se acostó. No podía dormir. Estaba impaciente por llegar al instituto mañana. Tenía clase de ética con los de tercero. Y era curioso, por primera vez en varias semanas sentía que tenía algo que aportar a sus alumnos. ¿Puede un hombre, un hombre corriente, si tiene la absoluta certeza de que su crimen va a quedar impune, cometer un asesinato, aunque sea sin motivo aparente, sólo por experimentar qué pasa, por simple curiosidad, ni siquiera por el placer de matar?
Era una buena pregunta para un debate. Y él ya tenía la respuesta.
Ya podía imaginar lo que dirían sus alumnos…