El autor de este libro, Sylvain Tesson, llevó a cabo una empresa que muchos envidiamos: se instaló en una cabaña durante seis meses, a orillas de un lago, en Siberia, y se dedicó a observar la naturaleza, a leer, a vivir de lo que podía pescar y a recrearse en la soledad, el silencio y la medida del tiempo. De regreso escribió estas páginas, que están llenas de frases para anotar y de la sabiduría que adquieren quienes se despojan de todo, aunque sólo sea durante medio año. Lo recomiendo con entusiasmo, aunque me gustaron un poco más otros libros de temática similar (pienso ahora en Sutree, de Cormac McCarthy, en Los Vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac, o en Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer). Unos cuantos extractos:
El ermitaño se hace una pregunta: ¿es posible soportarse a sí mismo?
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Es prodigioso lo rápido que uno se deshabitúa del circo de la vida urbana. Cuando pienso en toda la actividad, los encuentros, las lecturas y las visitas que necesitaba para colmar una jornada parisina. Y ahora estoy embobado frente al pájaro. La vida de cabaña es posible que sea una regresión. ¿Pero no habrá progreso en esta regresión?
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Algunos de mis amigos viven sólo para eso: para alcanzar alturas donde el aire pica en la nariz, para vivir suspendidos entre el cielo y la tierra, en un reino de formas abstractas, sin olor. Cuando bajan a los valles, la vida les parece oler mal. En la ciudad, los alpinistas son desdichados.
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La felicidad de tener en el plato el pescado que uno mismo ha pescado, en la taza el agua que se ha ido a buscar, y en la estufa la leña que uno ha hachado: el ermitaño va a las fuentes. La carne, el agua y la leña todavía vibran de vida.
Recuerdo mis jornadas en la ciudad. A la tarde, bajaba a hacer la compra. Deambulaba entre las estanterías del supermercado. Con un gesto taciturno tomaba el producto y lo echaba en el carrito: nos hemos vuelto cazadores recolectores de un mundo desnaturalizado.
En la ciudad, el liberal, el izquierdista, el revolucionario y el gran burgués pagan su pan, su gasolina y sus impuestos. El ermitaño, en cambio, no pide ni da nada al Estado. Se hunde en los bosques, y de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los revolucionarios. Una cena de pescado asado o de bayas recogidas en el bosque es más antiestatal que una manifestación erizada de banderas negras. Los dinamiteros de la ciudadela necesitan de la ciudadela.
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El día de octubre que descubrí las Hojas de Hierba del viejo Walt, hace cinco años, no sabía que esa lectura me llevaría a la cabaña. Es peligroso abrir un libro.
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El retiro es rebelión. Irse a la cabaña es desaparecer de las pantallas de control. El ermitaño se borra. No envía más huellas digitales, ni señales telefónicas, ni pulsos bancarios. Se deshace de toda identidad. Practica un hacking al revés, una apuesta fuerte. Y no es necesario irse al bosque. El ascetismo revolucionario puede practicarse en ambiente urbano. La sociedad de consumo ofrece la opción de adaptarse a ella. Basta un poco de disciplina.
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Los hombres que sienten con dolor el paso rápido del tiempo no soportan el sedentarismo. En movimiento, se apaciguan. El desfile del espacio les da la ilusión de que el tiempo corre más lento, y sus vidas toman el ritmo de un baile de San Vito. Se agitan.
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Tener treinta y ocho años y estar ahí, en una playa, preguntándole a un perro por qué las mujeres nos dejan.
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Hoy, cuando se conoce a alguien, apenas después del apretón de manos y una mirada furtiva, se toma nota de los nombres de sitios y blogs. La sesión ante la pantalla ha remplazado la conversación. Después del encuentro, no conservaremos el recuerdo de los rostros o de los timbres de voz sino que tendremos tarjetas con números. La sociedad humana ha logrado su sueño: frotarse las antenas al modo de las hormigas. Un día, nos contentaremos con olernos.
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La vida consiste en resistir al golpe de la muerte de los seres queridos.
[Alfaguara. Traducción de César Aira]