Sólo tolero a los virtuosos en los deportes (que son lo contrario que el arte), e incluso en estos casos prefiero siempre a los virtuosos más pedestres, como fuerzas de la naturaleza que no han aprendido del todo a hacerlo bien. O mejor dicho, a hacerlo correctamente. Lo perfecto, siempre odioso.
Y no por envidia. Es una cuestión fundamental.
En un volumen de artículos de Proust me encuentro estas primeras frases: "Saint-Saëns tocó ayer, en el Conservatorio, la parte de piano del Concierto de Mozart. A la salida se veía a mucha gente decepcionada". Proust se pregunta el porqué de tal decepción. ¿Habrá tocado mal Saint-Saëns? No; es justo lo contrario: "la razón es ésta: que la ejecución era realmente bella." Y añade: "La verdadera belleza es lo único que no puede responder a las expectativas de una imaginación novelesca."
Claro que a quién le importa la verdadera belleza pudiendo ver un ataque epiléptico en el escenario, o en la página, o en la pantalla. Lo destacable es el talento que lo parece. El talento virtuoso es como un subrayador fluorescente, y no deja de señalarnos todo el tiempo lo que sabe hacer.