Dios eligió a su pueblo no por motivos soteriológicos sino meramente productivos. El ojo del amo engorda al caballo o, dicho de otro modo: el efecto Hawthorne. Los trabajadores vigilados producen más y mejor que los que campan sin un objetivo cerca. La religión es un sistema de vigilancia. Dios te ve, ergo haz más y mejores cosas y recibirás a cambio un paraíso. La ausencia de fe conduce a la incuria y la falta de eficacia. Un hombre sin dios vaga perdido y nihilista y, lo que es peor, no produce. Pero alguien encontró la solución, el remedio a las penas profetizadas por Nietzsche. Dios murió, es cierto, pero lo suplen con magníficos resultados las cámaras de vigilancia. La conciencia es una cámara que apunta hacia nosotros mismos. El yo es un guardia jurado atribuido de uniforme y porra y, para paliar el aburrimiento, una manoseada revista pornográfica. Al guardia le gustaría que todas esas imágenes que salen en la pantalla formasen parte de una película (a ser posible famosa). Al guardia jurado le encantan las tramas, una enorme ballena blanca que da vueltas alrededor de un barco. Todo eso. El hecho es que entre esa imagen de una chica que lo mira en el metro y la del jefe que lo putea a diario solo cabe el salto mortal de la metáfora. Habría que ser un maestro del montaje, un Tarkovski o un Malick, como poco. Pero él, pobre, no es más que un guardia jurado. Y la pornografía es su único paraíso.