"Creo que los adultos solo son niños que deben dinero" (Los amigos de Peter de Kenneth Branagh)
Brindé con aquella copa de cava barato cuando lo que en realidad quería era reventársela en la cara. Se había pasado la noche haciendo comentarios racistas, xenófobos y homófobos. Era una fascista a la que se le llenaba la boca hablando de España sin venir a cuento. Y lo peor era su voz aguda y que no callara nunca. No había cambiado nada. Si un caso, era aún peor persona.
Alzó su copa y sonrió. Tenía un diente amarillo. Solo uno. Debía ser un diente muerto. Los demás eran blancos y puestos al azar. Se humedeció los labios y dijo:
—Por todos aquellos momentos que quedarán para siempre en nuestro recuerdo.
Chin chin. Etcétera.
Alguien dijo: «Por nosotros».
Se llamaba Úrsula y era una auténtica bruja. Tenía un culo rechoncho que le empezaba casi en los hombros. Usaba sombra de ojos lila. Había tenido un hijo desde la última vez que la vi. El padre era un militar enano y con perilla que la acompañaba a todas partes siempre un paso por detrás de ella. No paraba de mirarme. Me producía repulsión, miedo, risa y odio. Todo a la vez. Me hubiera hecho muy feliz golpearla.
—¡Por toda la peña del instituto! —gritaba algunos invitados.
Yo miré el reloj. Estaba sentado en el sofá junto a una chica con la que había compartido pupitre durante dos trimestres, pero no podía recordar su nombre. Aburrida, supongo, se levantó a buscar algo de beber.
Úrsula me miraba de reojo mientras criticaba a la chica que acaba de dejarme solo. Recuerdo que solía hacerlo siempre. Criticaba a todo el mundo, incluidas sus amigas. Arrugaba la nariz como si oliera mierda sin parar. Se ponía pantalones rojos, amarillos, verdes. Muy apretados. La carne le hacía grandes pliegues en los muslos. Era una morcilla multicolor.
La fiesta continuó y cada grupo siguió con sus conversaciones de siempre. De pronto, Úrsula se calló. Le dijo algo a su marido y se acercó a mí.
—Hola.
—Hola, Úrsula —dije levantándome.
—¡Madre mía! ¡Pero qué delgado estás! —dijo con expresión de puro asco.
—Delgado y guapísimo —respondí.
Ella era un buñuelo. No valía la pena todo aquello.
—Pensé que no vendrías.
—¿Por qué?
—No te gustan este tipo de fiestas nostálgicas.
—Ya.
—Ni reencontrarte con amigos del pasado.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en algo que has escrito, creo.
Su marido me miraba desde detrás del culo de Úrsula como un perro rabioso. No podía concentrarme en la conversación con el enano apretando los dientes ahí detrás. Levanté las cejas en señal de saludo.
—Este es mi marido. Se llama Abelardo.
Aberlardo y Úrsula, pareja del infierno con nombres a juego.
—Hola.
—Hola.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Abelardo.
—Iván —respondí.
Abelardo se rió de forma agria.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy periodista.
—Ah. Estás en paro, entonces.
—Más o menos.
Se rieron los dos. Yo no.
—Iván es el chico que me tiró de un columpio y me abrió la cabeza. Me tuvieron que poner cuatro puntos. Podría haber muerto.
—Sí, fui yo.
Efectivamente. Se cayó de un columpio delante de mí.
—Todavía tengo la cicatriz en la cabeza, Iván.
Me la enseñó.
—Ah, sí.
—Me hice esto por tu culpa. Me dejaste marcada de por vida.
—Bueno, mira. Esas cosas pasan —quise quitarle hierro al asunto.
—¿En serio? ¿Esas cosas pasan?
—La verdad es que casi ni me acuerdo de ese día...
—Eres increíble. Da igual.
Suspiró profundamente. Le olía el aliento a macarrones.
—¿Por qué no me traes otra copa? —le dijo a su marido.
El pequeño militar se fue en busca de algo de cava.
—Estás muy envejecido. Tienes arrugas y muchas entradas.
—Pues sí. La mala vida.
Iba a contar hasta diez y me iba a marchar de allí. Acababa de decidirlo.
Úrsula se puso a explicarme lo bien que le iba en su trabajo en una empresa de estudios de marketing. Lo bien que le iba con Abelardo. Lo bien que le iba todo y el asco que le daban la cantidad de sudacas que se habían mudado al barrio. Lo bien que vendría que les pegaran un tiro a más de uno.
Había contado hasta diez seis veces pero, por alguna razón, seguía ahí con ella.
¿Cómo podía una persona estar tan llena de maldad? ¿Cómo podía seguir guardándome rencor por aquello del columpio?
El pequeño militar con su perilla de comecoños volvió sin ninguna copa en la mano.
—Ha llamado la canguro. El peque se ha puesto malo —dijo—. Será mejor que vayamos a casa.
A Ursula le cambió la cara.
—Puto niño de los cojones.
Fue a buscar su abrigo y su bolso. Yo me sentí más tranquilo. Me senté de nuevo en el sofá. Terminé de beberme aquel insípido cava.
Ursula y Abelardo se disponían a marcharse pero antes quisieron hacer un último brindis:
—Nos tenemos que ir. El mierda de mi hijo se ha puesto malo. Ha salido al maricón de su padre, que siempre da por culo...
Algunos de ellos le reían las gracias, creo que por miedo. Yo no entendía todo ese protagonismo.
Por última vez, alzó la copa y dijo:
—Por los tiempos en que fuimos amigos.
Alguna gente aplaudió, otra se quedó seria. No todo el mundo aceptaba que la mayoría de personas de allí ya no eran sus amigos. Lo cierto es que muchos, nunca lo habían sido.
Úrsula se acercó a mí.
—Adiós. Y a ver si te cuidas un poco. Tienes un aspecto horrible.
—Adiós, Úrsula.
Por fin me dejaba tranquilo. Su marido se acercó por detrás y la cogió violentamente por el brazo.
—¡Vámonos ya! Tenemos que llegar a casa antes de que Iván se duerma.
Y se fueron. Sonaba una canción de Queen. Me quedé callado escuchándola hasta el final. Me costó un poco reaccionar. Hasta pasado un minuto no me di cuenta de que su hijo se llamaba igual que yo.
Alzó su copa y sonrió. Tenía un diente amarillo. Solo uno. Debía ser un diente muerto. Los demás eran blancos y puestos al azar. Se humedeció los labios y dijo:
—Por todos aquellos momentos que quedarán para siempre en nuestro recuerdo.
Chin chin. Etcétera.
Alguien dijo: «Por nosotros».
Se llamaba Úrsula y era una auténtica bruja. Tenía un culo rechoncho que le empezaba casi en los hombros. Usaba sombra de ojos lila. Había tenido un hijo desde la última vez que la vi. El padre era un militar enano y con perilla que la acompañaba a todas partes siempre un paso por detrás de ella. No paraba de mirarme. Me producía repulsión, miedo, risa y odio. Todo a la vez. Me hubiera hecho muy feliz golpearla.
—¡Por toda la peña del instituto! —gritaba algunos invitados.
Yo miré el reloj. Estaba sentado en el sofá junto a una chica con la que había compartido pupitre durante dos trimestres, pero no podía recordar su nombre. Aburrida, supongo, se levantó a buscar algo de beber.
Úrsula me miraba de reojo mientras criticaba a la chica que acaba de dejarme solo. Recuerdo que solía hacerlo siempre. Criticaba a todo el mundo, incluidas sus amigas. Arrugaba la nariz como si oliera mierda sin parar. Se ponía pantalones rojos, amarillos, verdes. Muy apretados. La carne le hacía grandes pliegues en los muslos. Era una morcilla multicolor.
La fiesta continuó y cada grupo siguió con sus conversaciones de siempre. De pronto, Úrsula se calló. Le dijo algo a su marido y se acercó a mí.
—Hola.
—Hola, Úrsula —dije levantándome.
—¡Madre mía! ¡Pero qué delgado estás! —dijo con expresión de puro asco.
—Delgado y guapísimo —respondí.
Ella era un buñuelo. No valía la pena todo aquello.
—Pensé que no vendrías.
—¿Por qué?
—No te gustan este tipo de fiestas nostálgicas.
—Ya.
—Ni reencontrarte con amigos del pasado.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en algo que has escrito, creo.
Su marido me miraba desde detrás del culo de Úrsula como un perro rabioso. No podía concentrarme en la conversación con el enano apretando los dientes ahí detrás. Levanté las cejas en señal de saludo.
—Este es mi marido. Se llama Abelardo.
Aberlardo y Úrsula, pareja del infierno con nombres a juego.
—Hola.
—Hola.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Abelardo.
—Iván —respondí.
Abelardo se rió de forma agria.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy periodista.
—Ah. Estás en paro, entonces.
—Más o menos.
Se rieron los dos. Yo no.
—Iván es el chico que me tiró de un columpio y me abrió la cabeza. Me tuvieron que poner cuatro puntos. Podría haber muerto.
—Sí, fui yo.
Efectivamente. Se cayó de un columpio delante de mí.
—Todavía tengo la cicatriz en la cabeza, Iván.
Me la enseñó.
—Ah, sí.
—Me hice esto por tu culpa. Me dejaste marcada de por vida.
—Bueno, mira. Esas cosas pasan —quise quitarle hierro al asunto.
—¿En serio? ¿Esas cosas pasan?
—La verdad es que casi ni me acuerdo de ese día...
—Eres increíble. Da igual.
Suspiró profundamente. Le olía el aliento a macarrones.
—¿Por qué no me traes otra copa? —le dijo a su marido.
El pequeño militar se fue en busca de algo de cava.
—Estás muy envejecido. Tienes arrugas y muchas entradas.
—Pues sí. La mala vida.
Iba a contar hasta diez y me iba a marchar de allí. Acababa de decidirlo.
Úrsula se puso a explicarme lo bien que le iba en su trabajo en una empresa de estudios de marketing. Lo bien que le iba con Abelardo. Lo bien que le iba todo y el asco que le daban la cantidad de sudacas que se habían mudado al barrio. Lo bien que vendría que les pegaran un tiro a más de uno.
Había contado hasta diez seis veces pero, por alguna razón, seguía ahí con ella.
¿Cómo podía una persona estar tan llena de maldad? ¿Cómo podía seguir guardándome rencor por aquello del columpio?
El pequeño militar con su perilla de comecoños volvió sin ninguna copa en la mano.
—Ha llamado la canguro. El peque se ha puesto malo —dijo—. Será mejor que vayamos a casa.
A Ursula le cambió la cara.
—Puto niño de los cojones.
Fue a buscar su abrigo y su bolso. Yo me sentí más tranquilo. Me senté de nuevo en el sofá. Terminé de beberme aquel insípido cava.
Ursula y Abelardo se disponían a marcharse pero antes quisieron hacer un último brindis:
—Nos tenemos que ir. El mierda de mi hijo se ha puesto malo. Ha salido al maricón de su padre, que siempre da por culo...
Algunos de ellos le reían las gracias, creo que por miedo. Yo no entendía todo ese protagonismo.
Por última vez, alzó la copa y dijo:
—Por los tiempos en que fuimos amigos.
Alguna gente aplaudió, otra se quedó seria. No todo el mundo aceptaba que la mayoría de personas de allí ya no eran sus amigos. Lo cierto es que muchos, nunca lo habían sido.
Úrsula se acercó a mí.
—Adiós. Y a ver si te cuidas un poco. Tienes un aspecto horrible.
—Adiós, Úrsula.
Por fin me dejaba tranquilo. Su marido se acercó por detrás y la cogió violentamente por el brazo.
—¡Vámonos ya! Tenemos que llegar a casa antes de que Iván se duerma.
Y se fueron. Sonaba una canción de Queen. Me quedé callado escuchándola hasta el final. Me costó un poco reaccionar. Hasta pasado un minuto no me di cuenta de que su hijo se llamaba igual que yo.