Bang Bang

Bang Bang

Es sábado y echo de menos al doctor Jeremías Prun.

Lo real, con una textura de ceniza, se ha colado en esta primavera insegura, con tendencia a la lluvia; pero a las cinco, cuando salgo de casa en busca de Borja, hace sol y me doy cuenta demasiado tarde de que me he abrigado en exceso. Subo hasta a Antón Martín y me adentro en el laberinto de Lavapiés. El barrio es víctima de una siesta tardía, no me cruzo con nadie y llego a Doctor Piga recorriendo callejuelas desiertas, escuchando en el iPod las canciones de Almodóvar y repitiéndome a mí misma que soy una mujer fuerte.

No es verdad.

La debilidad forma parte de mí como la música; y creo que es en ellas donde se concentra toda mi capacidad de supervivencia; en ese dejarse caer con anticipación en los brazos del asesino: una muerte aceptada.

Tomamos café con leche sentados en el balcón de la salita, fotografiando la azotea del edificio de enfrente y evaluando la situación. Cada uno atravesamos una encrucijada distinta. Las campanas de la parroquia de San Lorenzo nos arrancan ese regusto agridulce a ciudad con el que convivimos, y crean una ilusión de aislamiento que se agradece: la ficción de haber escapado a nuestro mundo. Simultaneamos la charla con la cuidadosa aplicación de crema hidratante por manos y piernas; jugamos a “Pescado dos puntos”; y permito que se me olviden las cosas tristes, aunque sé que, en cuanto me quede sola de nuevo, las recordaré: volverá a subir la nostalgia como las mareas.

Llevo en el bolso una libreta repleta de garabatos y un ejemplar de "Desde el jardín", que intercambiaré con Jorge a la hora de la cena. Él me dará "El fin de la infancia". Escuchará, delante de una fuente de Pastrami en el Huertas 1, los pelos y señales de mis últimas hazañas y también me hará sentir mejor. Con una paciencia sobrehumana me acompañará a la plaza de Matute y, delante de un tercio y dos mojitos, discutirá con Borja y conmigo sobre si es bueno que le hayan dado el Príncipe de Asturias a Haneke. Yo defenderé "Amor" y con ella regresaré a las última tarde de diciembre, cuando la vimos Jorge y yo por primera vez, antes de acudir a una fiesta de Nochevieja.

Conforme vayamos adentrándonos en la noche, empezaré a sentir frío.

A veces pienso que, dentro de su insignificancia general, de todo lo que escribo este diario es lo que más importa. De ser así, no me gustaría darme cuenta tarde. Cuando regreso a él, descubro que los días pasados brillan como luciérnagas; y poco cambia la ecuación el hecho de que fueran felices o incluyeran en sus horas el dolor de un disparo o la dureza de una estaca en el corazón.

Ojalá queden muchas balas.

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