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EL OTRO FINAL DE... TITANIC
El miedo a perderlo hizo que afloraran fuerzas allí donde era casi imposible que las hubiera. Por fin Rose consiguió subirlo a la balsa. Después, el exiguo calor de su cuerpo lo cubrió esperando que llegara ayuda. Cuando una barcaza llegó hasta ellos, Jack perdió el conocimiento no sin antes susurrar: “Espérame a que vuelva”.
Dos meses tardó en despertar; tiempo más que suficiente para que la familia de Rose intentara convencerla de que lo abandonara. Pero ella, a quien no le importaba que un tiburón le hubiera arrancado la mitad de una pierna, quiso estar a su lado todo el tiempo. Así, desheredada y sin un centavo, salió del hospital juntó a Jack, quien, apoyado en dos muletas de madera, sopesaba en la escalinata cual era su situación. Bien, pensaba, Rose está muy buena, y aquel revolcón del coche no tiene precio, pero eso de que no tengamos dónde caernos muertos es otra cosa.
Su anhelada carrera como jugador de béisbol quedó reducida a la de utillero de los Yankees gracias a una prótesis. Mientras, Rose, que no había lavado un plato en su vida, se desollaba sus delicadas rodillas en las escaleras de los portales de la quinta avenida.
Un día, estando en plena labor y debido a su precaria alimentación, se mareó en el descansillo del décimo piso. El portero avisó entonces al doctor Shever, que por suerte vivía en el edificio, y entre varios vecinos la llevaron a su casa y la tumbaron en un sofá. El joven doctor Shever, estando ya a solas con ella, quedó prendado de la suavidad de su piel mientras la auscultaba y por primera vez en sus años de profesión se excitó con el escote de una paciente. Y Rose, viendo el percal, se dejó querer.
Cuarenta años estuvo Jack a cargo del vestuario de los Yankees. El día de su jubilación le entregaron un reloj de oro y un pasaje para un crucero, el mismo en el que la familia Shever pasaba sus vacaciones. Rose y Jack, ya ancianos, coincidieron el 29 de julio de 1961 en la cubierta de aquel barco. Era su primer crucero desde lo vivido en el Titanic y ambos estuvieron de acuerdo en que aquello les parecía un soberano coñazo.