"El único encanto del pasado consiste en que es el pasado" (Oscar Wilde)
El día en que mi ex novia se acercó a saludarme, me di cuenta de que me había apuntado al gimnasio equivocado. Me referiré a ella como mi ex novia para abreviar aunque no creo que sea la expresión que mejor se le ajuste. Seamos honestos: ni siquiera me la follé. Una novia no es una novia si no te la has tirado por lo menos un par de veces.
Acababa de mudarme a un piso del centro de Barcelona. Venía de vivir en el Carmelo y, antes de eso, de compartir una buhardilla cerca de Badalona con el que creía que iba a ser el hombre de mi vida.
No me gusta coger el metro. Es horrible. La gente que viaja en metro es fea. Muy fea. Y no tengo carnet de conducir. Así que volví a mudarme para poder estar cerca de mi nuevo trabajo y me cambié de gimnasio y de biblioteca.
No coincidí con mi ex novia (insisto, asumiremos la expresión por economía narrativa) hasta el tercer día de entrenamiento. La vi a lo lejos, en una bicicleta estática. Se había teñido el pelo de rubio platino, aunque eso ya lo sabía por el facebook. La reconocí más por el miedo a que fuera ella que no por de verdad reconocerla. Llevaba unas mallas rosa y una camiseta de tirantes blanca. Su pelo oxigenado brincaba a cada pedalada recogido en una coleta. Fue fácil esquivarla. Las chicas nunca se acercan a la zona de pesas. Pero no iba a poder evitarla eternamente. Ningún gimnasio es lo bastante grande para escapar de una mujer despechada. Ni siquiera una ciudad entera lo es.
Yo volvía a estar soltero. Tenía dos amantes: un rubio y un mulato. Ninguno de los dos era lo bastante bueno como para dedicarle todo mi tiempo. Probablemente, ellos pensaban lo mismo. O no. Porque la gente no suele pensar las cosas tanto como yo las pienso. Si no pensara las cosas, no me hubiera importado acercarme a saludarla.
La segunda vez que me crucé con ella, fue haciendo abdominales. Entre su esterilla y la mía había cuatro personas de distancia, pero el espejo traidor hizo que nuestras miradas se cruzaran durante un segundo. Puedes fingir que no has visto a alguien el tiempo que haga falta hasta el momento en que cruzáis una mirada. Por breve que sea, se acabó la farsa. Hice diez abdominales, quizás menos. Recogí mi esterilla y me fui al vestuario para asegurarme que a ella no le daba tiempo a terminar.
Pero el trágico día llegó una tarde de jueves. Llovía y había un partido de fútbol en televisión. Son los dos factores universales que dejan, pase lo que pase, los gimnasios totalmente vacíos. Cualquier gimnasio de cualquier ciudad. Pero mi ex novia estaba allí. Y yo también.
Lo poco que ocurrió entre nosotros, fue durante la primaria. Antes de salir del armario. Antes de saber lo que era un armario. Puede que antes de tener pelo en los huevos. No me acuerdo. Fuimos novios. Novios de mentira. Novios de jugar a ser novios. Nos besamos. Nos dimos la mano. Nos escribimos cartas de amor. Le dijimos a nuestros padres que éramos novios y que queríamos casarnos cuando fuéramos mayores. Y mi madre se sintió ridículamente orgullosa de que su afeminado hijo de once años tuviera una novia de mentira.
Mi ex novia era gorda y llevaba gafas. Ahora los chicos del gimnasio se la quedaban mirando al pasar.
El día que se acercó a saludarme, llevaba unas mallas moradas y una camiseta negra de tirantes. Yo estaba sentado en una máquina para trabajar el pecho.
—Hola, tú —espetó.
Solo el saludo ya apestaba a rencor.
—Hola. No te había visto.
—¿Qué tal?
—Bien, aquí. ¿Cómo estás?
—Cansada.
—Ya, claro. El ejercicio cansa.
Me acordé de cuando le hice un dibujo de nuestra boda y se lo regalé por su cumpleaños.
—¿Es que no pensabas saludarme?
Hacía por lo menos diez años que no hablábamos.
—Claro. Claro. Bueno... Sí, claro.
—Si no me acerco yo, tú no me dices nada.
—No te quería molestar.
—Ya. Bueno, déjalo.
—Vale.
Su rostro estaba demasiado arrugado para una chica de su edad. Su piel era naranja. Un intento experimental de estar morena fuera de temporada.
—He visto que ahora escribes. He leído algunos de tus relatos.
—Sí. Escribo.
—No te voy a engañar. La verdad es que no me gusta mucho tu estilo.
—Ah. Bueno...
—No te ofendas. Es que es... No sé. Demasiado... explícito.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes.
—No. No lo sé.
—¿Es necesario que escribas sobre las pollas que te comes o cómo tienen el culo tus amantes?
En aquel momento, un relámpago iluminó la sala acompañado de un trueno solemne como en las películas de terror.
—Es ficción. Ya sabes.
—No. No sé.
—Hay que impactar. Hay llamar la atención de alguna manera...
—Bueno, ya. Pero algo de verdad hay en todo eso.
—Algo. Sí.
—Porque tú ahora eres... homosexual.
Lo dijo. No tuvo miedo. La gente tiene miedo a decirlo. Pero ella lo dijo. Y el que sintió miedo fui yo. Miedo de morir fulminado.
Se me ocurrieron tres posibles respuestas:
«Y tú ahora eres... rubia».
«Y tú ahora eres... flaca».
«Y tú ahora eres... ramera».
Finalmente, dije:
—Sí.
—Ah.
Sus silencios era largos como cuchillas de afeitar.
—¿Y por qué nunca me lo habías dicho? —continuó.
¿Qué cojones quería? ¿Que le escribiera una carta?
—No lo sé.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—No lo sé.
—¿Cuando éramos novios lo sabías?
El monitor nos nos quitaba el ojo de encima. Debía intuir una tragedia.
—Nunca fuimos novios. No sé de qué estás hablando.
—No fuimos novios, pero me diste mi primer beso. ¿Te acuerdas?
—Sí. Éramos unos niños.
—Pues muy bien. No es que me importe, la verdad. Pero, que sepas, que has arruinado todos los recuerdos de mi infancia.
Y con toda la dignidad de una monitora de aeróbic me propinó una dramática bofetada y se marchó. Me dejó los cinco dedos con sus uñas de porcelana marcados en la cara. Se fue caminando deprisa, moviendo el culo con firmeza. Y nunca volví a verla.
Se borró del gimnasio. Buscó otro más caro y más lejano. Se apuntó. Tenía sauna y piscina. Consiguió un ascenso en la agencia de viajes para la que trabajaba, así que no tuvo problemas para pagarlo. Tampoco su coche nuevo. Las cosas empezaron a irle mejor y creó su propio negocio en internet. Viajó a la India, a México y a la República Dominicana. Quemó todas mis cartas y dibujos. Le gustaba mucho Barcelona, así que nunca se planteó marcharse. Se casó. Se compró un piso en Poble Nou y se fue a vivir con su mujer.