EL TULIPÁN



No se puede decir que no tuviera experiencia, pues había trabajado en grandes fachadas, edificios enteros de viviendas e incluso en alguna piscina. Pero, ciertamente, era la primera vez que le encargaban un trabajo así. 
Como era la primera vez, quizás por ello, no supo ver los riesgos a los que se enfrentaba cuando aceptó sin pensarlo y sin pedir ningún adelanto. Tampoco le importaba demasiado, de alguna manera sabía que llevaba esperando toda la vida por un trabajo así, como este.
Comenzó a pintarla con todo el cariño que su corazón podía destilar, con mimo y con esmero. Aplicando a cada pincelada toda su atención, hasta el punto en que en ese  momento no existía nada más o, mejor, todo la existencia se resumía en esa pincelada sobre el pétalo. Fue por esto que no se dio cuenta de que la pintura se le acababa.
Y ahora ya no puede salir, de allí. Imposible pisar sobre lo ya pintado.
Se quedará allí, contemplando su obra inacabada, en el centro mismo de la flor. Hasta morir.
Aunque cueste comprenderle, es feliz, allí sentado al pie de la farola.

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