La retina anestesiada.

La retina anestesiada.
Por Juan Laborda Barceló.
Hoy hace una semana que se produjo un impactante accidente en el aeródromo de Cuatro Vientos. En las exhibiciones que realiza la Fundación Infante de Orleans acostumbra a reinar el ambiente festivo, unido al amor por la aviación y la historia. El domingo 5 de mayo de 2013, la jornada se tiñó de tragedia. Un Saeta, el primer aparato a reacción del ejército español, se estrelló tras una última pirueta.
En estos días de tecnológica globalización hemos tenido al instante, como no podía ser de otra manera, la imagen del suceso colgada en internet. El vídeo hiere en su simple crudeza. El avión desaparece un instante de la vista de los cientos de espectadores que seguían sus acrobacias. Se pierde su rastro tras un confuso grupo de hangares y edificios varios. En esa fracción de segundo el público, al que nos sumamos empatizando con la imagen, se mantiene alterado en un suspense helado, cauterizado ante la inminencia de lo que va a ocurrir. Algunos inician incomprensiblemente una carrera alocada, como los animales que presienten el peligro, pero todavía no ha sucedido nada. Aún, en el espíritu bienintencionado de todos, es posible el milagro: que el aeroplano, cómo un verdadero ave fénix, resurja milagrosamente de entre las construcciones. La vida no es cine, ni literatura o quizá, por el contrario, lo es demasiado. Nada de eso ocurre. Un brutal estruendo se escucha amortiguado por la mala calidad de los micrófonos de la cámara del video aficionado que rueda. Acto seguido, un humo negro y endiabladamente anaranjado ofende al cielo azul, entreverado con gritos de angustia. En medio de la desolación un padre llama a su hijo. Grita su nombre con la contundencia y el cariño que la certeza del peligro inminente conlleva. Esa voz es la metáfora del miedo.
El mismo grito, pero ahogado por la lejanía del familiar, debió lanzar el padre del piloto siniestrado, que corrió hasta el aparato para socorrer a su hijo y sufrió quemaduras graves al intentarlo. El comandante de aviación sobrevivió al terrible impacto, quedó atrapado, fue rescatado y falleció pocas horas después.
Sólo es un accidente más de los muchos que pueblan nuestras concurridas autopistas de la información, pero podemos leer en él algo distinto. Como aficionado a la historia de la aviación he acudido en diversas ocasiones a ese magnífico espectáculo que es el vuelo de los aviones históricos de la FIO y he sentido mucho la pérdida de esta vida humana.
Un pedazo de terror se ha colado por los seguros vanos de nuestras vidas cotidianas. Aún se nota la sangre helada. Los gritos se repiten, aferrados a las entrañas. Este es el dolor de quién siente apego, tan sólo siendo un lugar que se ha visitado con cariño, donde se ha gozado de una buena charla, de los amigos, de la historia…¿Y si esos escenarios dejan de ser un espacio medio amado y pasan a ser nuestras casas,  calles, colegios o templos?
Entiendo que este mismo dolor, pero concentrado, acumulado y expandido tras ataques de mil tipos (bombardeos, artillería, terrorismo, misiles, drones, malditos drones…), en tierras con habitantes de los mismos colores que el propio arco iris, es capaz de generar unos odios ingentes. La diferencia es que hoy una brizna de ese horror se ha posado sobre nuestra mirada. La retina permanecerá anestesiada hasta que llegue el dolor, es lo único que nos iguala.
Este no es un buen camino para el alma.

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