Miércoles, 4:00 a.m.
Jamás he visto la Gran Vía de Granada enfundada en un silencio, una calma y una soledad tan absoluta. Paisajes como este es lo que confirma, una vez más, mi convicción de querer seguir trabajando de noche, detrás de una de las pocas puertas de cristal que permanecen iluminadas, envueltas en la negrura, como una luciérnaga rutilante y desorientada en la ciudad. Me quedé sin tabaco. Eran las cuatro de la madrugada. El trabajo estaba tranquilo así que salí a la calle en busca de algún quiosco o tienda de comestibles para poder comprar una cajetilla...Y aparecí en mitad de una Gran Vía detenida, nocturna y silenciosa. Parecía una calle que se mirara sus adentros, como reflexionándose.Me planté en medio de la carretera y agarré el teléfono para hacer esta foto. Son unos siete años los que llevo trabajando de noche, saltando de un lugar a otro.Y a pesar de las ojeras moradas, del cansancio que arrastro durante el resto del día y de las largas horas de mudez persistente, no renuncio a ella. Porque la noche tiene un movimiento de calendario lento y una soledad que inventa oscura relojería. Los semáforos cambian de color, una vez y otra, para nadie, sus siluetas de peatones parpadeantes son como bengalas que se lanzan en alta mar para ser devoradas por la oscuridad. Pensé que no hay mayor soledad que la de los muñecos luminosos de los semáforos invitando a cruzar o detenerse a nadie. La noche de la ciudad tiene algo de plomo líquido y frío que se desvanece durante el día. Por la noche se aprende a descifrar el blues que rueda por el asfalto ya silencioso, si pegas la oreja a la carretera puedes escuchar el bramido de coches y gomas que se ensordecieron durante la mañana. Me gusta la noche porque es de los gatos y las alimañas que durante el día dormitan por las alcantarillas. El día huele a betún, a talco sucio y zapatos nuevos. Por la noche es el temblor de los borrachos que sueñan que se atragantan en una lluvia sin fin.