De niño me encantaban aquellos agujeros tan oscuros, esas cuevas ahondadas en las montañas más allá del parque que ululaban y seducían con voz de viento, esas sensuales grutas ignotas frente a las que uno jugaba excitado y a solas sin permiso de papá y mamá. Esas cuevas que al final de la tarde parecían preciosas soledades circulares de sombra en la mitad de un cuadriculado tumulto de luz, puertas aparentes que conducían a lo otro, conducían a lo secreto y recóndito y acaso mejor. Esas cuevas que por pura invisibilidad de su fondo son a ojos de un niño observador cuevas insondables. Un niño es muy cobarde ante un negro tan profundo y vuelve siempre a casa diciendo que mañana sí, que mañana cuando vuelva exploro. Un niño duerme esa misma noche y sueña con la cueva, con su vientre de cosmos, y a la mañana no recuerda nada de lo soñado por lo bien que ha dormido y cuando años después ya es un hombre que duerme poco piensa en aquella sombría cueva en la que nunca entró por permanecer a salvo en lo que puede verse a plena luz, justifica iluminado su propio ocaso.
Quiero decir con esto, mi vida, que soy un niño valiente. Que te amo mucho más que a este mundo aparente que puede verse a plena luz. Que a través de ti puedo ver lo profundo a pleno tacto.