Montreal, ciudad proteica, de bruscas transiciones. Estás en calles que parecen Bruselas y escuchas inglés, estás en calles que parecen Tribeca y escuchas francés. Las armas iroquesas en el museo McCord que provocan que en mi cabeza empiece a sonar la banda sonora de El último mohicano. Su majestuoso tótem de dos pisos de altura. El Underground o submundo, kilómetros de galerías bajo la tierra llenas de tiendas. Me cuentan que el 1 de julio, fiesta patria, la ciudad se llena de camiones de mudanza, miles de personas aprovechan la jornada para cambiar la casa en una cultura netamente de alquiler. La magnífica plaza de Jacques Cartier, con tiendas de arte inuit. Ardillas por doquier. La constatación de que cuanto más viajas más te das cuenta de que nuestra Seguridad Social es excelente. El pésimo servicio en el famoso Schwartz´s, debe ser que necesitan toda su atención para preparar sus -simples- bocadillos de carne. La torre más inclinada del mundo, que no está en Pisa, sino en el estadio olímpico de la ciudad. El desayuno leyendo los seis millones de parados -122.000 asturianos- que me da dolor de estómago. Las teorías en la Cinematheque Quebecoise acerca de la esencialidad del cine en la creación de la identidad estadounidense. Mi camarada consular me cuenta su teoría sobre los descapotables entre cerveza y cerveza en la brasserie Benelux, que como su propio nombre indica, solo sirve birra canadiense:
-Nacho, te das cuenta de que el porcentaje de coches descapotables es infinitamente superior en los países fríos.
-¿Y eso?
-Aquí adoran cualquier atisbo de buen tiempo. Y en los países calientes no queremos prescindir de un buen aire acondicionado.