Se ha de beber sólo porque no hacerlo no es lógico ni ayuda. Beber con la misma fijación con la que se nada y se respira, se da una brazada y se vuelve a absorber el aire, con la misma disciplina y el mismo convencimiento: se bebe no para ahogar cosas sino para salir a flote, y el vaso vacío es la invitación a continuar con el mismo ritual. Y se bebe en soledad porque es uno de los escasos momentos en que la consciencia de la memoria no te recuerda que tus orígenes han muerto y ya no tienes oxígeno ni techo. El mundo te da la espalda, y esa muerte te ha dado al otro superviviente que te grita y pide de una vez por todas que le pegues un puñetazo para tener la excusa de destrozar y sacar su rabia rompiéndote la cara. Beber como testimonio del presente que, antes de convertirse en el ahora, adopta las formas de la añoranza de lo que se perdió hace mucho, un minuto apenas pero tanto tiempo que el sentimiento invulnerable de sufrir siempre lo mismo: la soledad del que no concibe otra cosa, del que da todo por perdido antes de tenerlo porque ya sabe cómo actúa la muerte, y antes de que eso aparezca hay que mojarlo todo para notar algo de esperanza, o al menos apreciar que el tiempo se detiene o que simplemente no importa.