Volvía de enterrarla y la encontró por primera vez bajo la marquesina del doscientos que llevaba al aeropuerto. Le brillaba el pelo como una cestita de negros incendios por el solazo lírico que venía haciendo aquella noche de viernes y la cara era tan bonita, tan de actriz natural, que ni se le ocurrió mirarle escotes ni muslos, aquellos ojos tras los lentes eran como dos estrellas siderales en el escaparate de una sencilla tienda de bombones. A ella era imposible no verla ni aún estando ciego pues ya por la nariz la iba viendo uno con sólo acercarse unos metros y aún sin querer, ya uno olía las cuatro estaciones y también a cala salada y a dulce jardín y a ambas cosas juntas. Tantos nervios tenía por presentarse y no parecer todo lo imbécil que en realidad era que cuando ella le dijo que estaba embarazada, que se acostumbrara a que le dijeran papi y esas cosas cursis que don serio odiaba tanto, sonriendo amplia como un ángel de vidriera, él ni se dio cuenta ni se inmutó, sólo supo quedarse allá de pie bajo la lluvia esperándola salir de la escuela por muy tarde que fuese con expectativas de nuevo milagro porque cuando ella salía de la escuela dejaban de existir las escuelas del mundo y uno ya sólo veía edificios grises tras de su vocecita de color. Luego se abrazaban y el crío empezaba a llorar insistentemente por sentirse excluido de todo aquel amor cotidiano, así que había que ir corriendo entre risas a jugar con él a la trinidad conteniendo las lágrimas de buena pena o felicidad. A veces el niño pasaba por casa de visita muy de tanto en tanto y era raro que no apareciese justo en la mitad de uno de esos diarios actos amorosos que ella llamaba quererse y él llamaba amarse ambos dentro de un sonoro silencio y él gruñía abuelo y ella reía niña y el crío los miraba calándose los anteojos con torcido bigote como si hubiese envejecido ayer. Volvía de enterrarla y estaba tumbado en el suelo del comedor con la cabeza puesta en el balcón. Miró con ojos de animal disecado las macetas de claveles, los apartamentos clónicos, las montañas al fondo como pintadas, la intensa luz amarilla del mediodía, y allá las camisas tendidas ondeando como perfumadas banderitas blancas de Dios pero él no supo perdonar, tan sólo sentirse invento y solo y saber ya todo con certeza sin preguntarle nada a ídolos y a cosmos y morirse con ninguna vida por delante, como mueren los que todo saben.