La foto de Agus Alonso captura nuestras sombras en la azotea de enfrente.
Es domingo y el primer sol de abril me quema la espalda. Me he puesto la falda de flores. He llorado, mientras escribía la novela, con la verdad inevitable y revivida que se pasea fuera de la celda, pero no se me nota porque recurro de urgencia al rímel azul.
Fernando acude a la una y media con una botella de Campari y un libro de Godard para el bookcrossing (yo haré trampa y saldré de allí con "La hora violeta"); Vitu es el más tempranero e Iñaki lleva una camiseta de Superman. Aurea y Reca han comprado un pack de cervezas Desperados, que nos bebemos en la primera hora de la fiesta; y Raquel, guapísima, es la perfecta anfitriona. Por fin conozco a Javier. Me cae bien y me invita a un par de cigarros; síntoma inequívoco, el que yo fume, de que me lo estoy pasando bien.
De nada de esto me hubiera dado cuenta si no hubiera visto la fotografía.
Lo vivo, pero no soy consciente de esa tarde que se nos escapa en la terraza de Espoz y Mina, recuperando letras de Sara Montiel, planteándonos la utilidad de ir a correr al Retiro y comparando relojes iguales; ajenos a la protesta de los médicos, que se inmortalizan con los móviles en la calle, agitando las pancartas y repitiendo los lemas que han nacido, necesarios, con la realidad que nos espera cuando bajemos del ático.
Todo pasará.
Las mañanas de vestidos blancos y música; las buenas intenciones; las pretensiones literarias y la confianza en el porvenir. Cada uno de nuestros deseos más secretos se apagará. Nuestros sueños, como partículas, se mezclarán con el polen y se los llevará el viento. No podremos rescatarlos.
Este es el tiempo para cumplirlos, ahora que nos rodean con la insistencia de los fantasmas.
Las sombras, anticipándose, ya han desaparecido, pero quiero creer que a nosotros, merecidos o no, nos quedan pendientes momentos muy felices.
Vuelvo a casa y, víctima de una siesta tardía y etílica, caigo rendida en el sofá. Cuando me despierto, es para descubrir que Patricia Highsmith fue guapa una vez. Así, intuyo que sin pretenderlo, Edu me recuerda que todos nos movemos aún en ese instante de posibilidad.
Porque todavía no hemos envejecido.
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