sábado de



Caminé bajo el intenso sol del mediodía rodeada de muros color arcilla y palmeras de hojas de un verde incandescente. Color seguramente acentuado por los rayos del sol.
Iba tras una pista segura. Algo que me ayude a esclarecer todo.
Malbernak me seguía dificultosamente apoyado en su bastón, mientras el profesor Samid consultaba unas anotaciones.
Atravesamos una enorme entrada con dos pilones inmensos a ambos lados, luego las gigantescas columnas parecían caerse encima de nosotros. Casi que pedíamos a gritos un techo inexistente para hacerle frente al calor del sol.
Sentí que me zumbaban los oídos y apenas alcanzaba a percibir las voces del doctor y de Samid.
Caminando por un suelo de arenilla y diminutas piedritas, doblamos a la izquierda, ingresamos por otra entrada y llegamos al pie de un muro gigantesco.
Mil formas talladas lo decoraban de forma uniforme y total. Cientos de batallas y ofrendas mostraban la vida del Antiguo Egipto, aquel Egipto de los faraones y las misteriosas construcciones.
Rituales después de la muerte de un faraón representados fantásticamente en esos bloques de piedra, subsistentes al paso del tiempo, pero heridos cobarde y lastimosamente por las balas de Napoleón y sus muchachos en la fallida conquista de Egipto.
El profesor Samid indicó el lugar. Yo me arrodillé allí mismo, apoyando mi mano derecha sobre el relieve del muro. Lloré. No sé si de dolor o felicidad suprema, pero lloré.
Sentí una mano paternal sobre mi hombro y las imágenes comenzaron a sucederse una tras otra. Khaled con su tierna sonrisa me miraba desde un costado, oía al doctor y al profesor susurrar algo detrás mío, y había algo más. Algo que me indicaba ir más allá. Me puse mal. Quise gritar y mi garganta parecía estar llena de arena del desierto. Me levanté y comencé a correr. Corrí hasta el próximo muro y miré detrás.
-No. No puede ser. -Dije.
Nancy yacía colgada de una de las vigas que atravesaban las columnas del templo, con sus ojos desorbitados y el cuello morado a causa de la cuerda.
Un montón de voces comenzaron a sonar en mi cabeza. Era como un lamento que llegaba del más allá, mientras veía el cuerpo de Nancy allí bamboleante.
-¡Nooooo! -Grité, y ahora sí pude lograr que mi voz se oyera como yo lo deseaba, y me desperté. Sudorosa y agitada.
Mientras la angustia repercutía en mi estómago, mis sentidos asimilaban el llamado a la oración que llegaba desde el exterior.
Me senté en el borde de la cama y miré la hora. Las cuatro.


Herencia, capítulo 15 (fragmento)
El Conde


para leer a El Condeacá


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