El día antes de mi boda pensé que era buena idea estrenar los zapatos y desgastar las suelas para así evitar posibles resbalones en mi entrada en el ayuntamiento. Nos casamos en Berlín porque mi mujer es alemana. Los alemanes son gente civilizada, correcta y educada, así que aquella mierda debía ser de un perro foráneo. La pisé justo en el hueco que deja el tacón y era tal su tamaño que subió por los laterales del zapato y se metió en las costuras. Estuve cerca de una hora sentado en un banco del Tiergarten quitando la mierda con un palito, entre náuseas y arcadas. Era mi zapato izquierdo. Dice la leyenda que da mala suerte, pero en mi caso no ha sido así y llevo quince años de felicidad conyugal. Ahora vivo en Madrid. Aquí es más fácil encontrar ese tipo de cosas y cuando necesito un golpe de fortuna me siento tentado de pisar alguna.